"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

domingo, 8 de abril de 2012

¡Todo empieza de nuevo, Cristo ha resucitado!

¡Alegría de Cristo resucitado! ¡Alégrese toda la tierra! ¡Alégrate tú, Cristo te ha salvado!
Vamos a hacer de esta reflexión una contemplación de la experiencia que Pedro tiene sobre la resurrección de Cristo. Dice el Evangelio: "Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Nathanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos".

Recordemos que Cristo ha resucitado. Todos han sido testigos: ha estado con ellos, les ha hablado y les ha prometido que dejaba al Espíritu Santo, han visto el milagro de Tomás; sin embargo, la soledad vuelve a rodearles.
"Simón Pedro les dice: "Voy a pescar. Le contestan ellos: También nosotros vamos contigo. Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada". Los apóstoles estaban solos respecto a Cristo, solos respecto a su oficio de pescadores. ¡Y de pronto sucede algo que ellos no esperaban!

Una de las características de las apariciones de Cristo es la gratuidad. Cristo no se aparece para dar gusto a nadie. Cristo mantiene en sus apariciones una gratuidad. "Me aparezco cuando quiero, porque yo quiero". Con lo que Él nos vuelve a manifestar que Él es el verdadero Señor de la existencia.

"Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era él. Díeles Jesús: Muchachos, ¿no tenéis pescado?" ¡Imagínense cómo le contestarían..., después de toda la noche trabajando se habían acercado a la orilla, y un señor imprudente les pregunta si no tienen pescado! Y Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis". Echan la red y resulta que ya no la pueden arrastrar por la abundancia de peces. ¿Qué sentirían?

"El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: Es el Señor". De nuevo se repiten las mismísimas situaciones al primer encuentro con Jesús: Un día, después de pescar infructuosamente, todos en la barca regresan. Los experimentados han fracasado, y un novato les dice que echen ahí las redes, que ahí hay peces. La echan y efectivamente la red se llena.

¡Cuántas cosas semejantes al primer amor! Juan no lo narra, lo narran los otros evangelistas, pero sabe al primer encuentro. Y Juan, que ama y es amado, dice: "Es el Señor". Reconoce los detalles del inicio de la vocación. Es como si Cristo buscase dar marcha atrás al tiempo para decir: "Todo empieza de nuevo, sois verdaderamente hombres nuevos", como en el primer momento, como en el primer instante. Como que el primer amor vuelve a surgir desde el fondo de nosotros mismos para recordarnos que somos llamados por Cristo.

Juan, en la fe y en el amor, reconoce al Señor, y Pedro sin pensar dos veces, se lanza de nuevo hacia Él. Ya no es el Pedro del principio de este Evangelio: amargado, triste, enojado. Es un Pedro que ha oído: "Es el Señor"; y se lanza al agua. Y después viene toda esa hermosísima escena de la comida con Cristo, en la que el Señor produce de nuevo la posibilidad de comunión con Él, en amistad, en cercanía y en abundancia. "Siendo tantos los peces, no se rompió la red".

Todo esto va preparando la experiencia de Pedro con Cristo. Hay ciertos temas que Pedro no ha tocado aún, hay ciertas situaciones que Pedro no se ha atrevido a señalar. Hay un aspecto que Pedro, aun estando con Cristo resucitado, no ha resuelto todavía: la noche del Jueves Santo; la negación de Pedro. Es un tema que Pedro tiene encerrado en un closet con siete llaves. Tan es así, que Pedro se lanza al aguan como diciendo: "aquí no ha pasado nada, yo vuelvo a ser el primero". Y Cristo dice: "traed los peces". Y Pedro es el primero en ir a buscarlos. Como si a base de estos gestos uno quisiese tapar aquellas cosas que no nos gustan que los demás vean.

Y continúa el Evangelio diciendo: "Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan ¿me amas?". Cristo vuelve a preguntar por el amor. "[...] Apacienta a mis ovejas." Cristo confirma a Pedro su misión.

Y este amor que Cristo nos propone, es un amor nuevo. No es el amor de antes, no es el amor de aquella jornada junto al lago en la que Cristo les pregunta: "¿Quién soy yo para vosotros?", y Pedro responde: "eres el Hijo de Dios." No es el amor de la sinagoga de Cafarnaúm cuando Cristo les dice: "¿También vosotros queréis marcharos?", y responde Pedro: "Señor, ¿a dónde iremos?" No es el amor del jueves por la tarde, cuando Cristo le dice: "Uno de vosotros me va a entregar", y Pedro salta. Cristo le dice: ¿Sabes qué? Tú me vas a negar tres veces. Y Pedro, explotando, dice: Yo antes daré mi vida que negarte a ti.

No es ese amor, no es el amor antiguo, el amor que nace de la propia decisión, el amor que nace, como un río, del propio corazón. Es el amor que, como lluvia, Cristo deposita sobre el desierto del alma de Pedro. Es el amor que se derrama sobre el alma, un amor que ya no procede de mi certeza, de mi convicción, de mi inteligencia, de mis pruebas, de mi tecnicismo; es el amor que nace sólo del apoyo que Cristo da a mi vida. Y ese amor es el amor que me va a hacer superar la debilidad para ponerme de nuevo en el seguimiento del Señor. No es el amor que nace de mí, sino el amor que viene de Él.

"En verdad, en verdad te digo, cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras." Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: Sígueme.

Y Pedro ve a Juan y le dice a Jesús; "Señor, y éste ¿qué?" Y Jesús le responde: "Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme". Con esto Jesús le está diciendo: Olvídate de tu alrededor, deja de lado todos los otros apoyos que hasta ahora has tenido; tú, sígueme.

La resurrección, por sí misma, no es una garantía de nuestra proyección y lanzamiento con corazones resucitados. Habiendo sido testigos, nuestra vida puede continuar igual, sin transformaciones reales. Y esto lo vemos cada uno de nosotros en nuestra vida constantemente. Somos testigos de tantas cosas, y a lo mejor nuestra vida sigue igual.

La resurrección, el hecho de que veamos a Cristo, de que experimentemos a Cristo resucitado, la alegría de Cristo resucitado, a lo mejor, lo único que hace es dejar nuestra vida un poco más tranquila, pero no renovada. Sobre nuestra vida puede proyectarse la sombra del pasado o la incertidumbre del futuro. Nuestra vida puede seguir aferrada a antiguas certezas, a los criterios que nos han servido de brújula durante mucho tiempo.

Es bonito que Cristo haya resucitado, pero repasemos nuestra vida para ver cuántas veces pensamos que no nos sirve de mucho y que en el fondo hasta es mejor que las cosas sigan como están. Pedro no parece tener todavía una conciencia plena de lo que significa la resurrección de Jesucristo: lo vemos apegado a sus antiguos hábitos. Pedro sigue siendo el mismo, nada más que ahora se siente más solo, porque casi lo único que ha sacado en claro es la debilidad de su amor. Después de tres años, para Pedro lo único que prácticamente hay claro es que su amor es sumamente débil. Pedro se ha dado cuenta de que puede fallar mucho y de que no sabe ser roca para los demás. Junto a todas las cosas de que ha sido testigo tras la resurrección de Cristo, en el corazón de Pedro hay algo que pesa: la pena, el fracaso para con quien él más ama.

Esto es como una herida tremenda en el corazón de Pedro, que ni el Domingo de Resurrección, ni las otras apariciones han sido capaces de curar, de limpiar, de purificar. A pasar de todos sus esfuerzo -cuando le dice María Magdalena: "ahí está el Señor”, y corre; le dice Juan: “es el Señor", y se lanza al agua-, el corazón de Pedro tiene una experiencia de profunda tristeza. Él sabe que es muy débil, más aún, nada le garantiza que no lo volvería a hacer, y casi prefiere ni pensar.

Quizá nosotros, después de esta Cuaresma en la que hemos ido recogiendo, como un odre, todas las gracias, todos los propósitos de transformación, todas las necesidades de cambio, todas las ilusiones de proyección, todavía podríamos tener un peso en nuestra alma: el saber que somos débiles, que nada nos garantiza que no volveríamos al estado anterior. Y, la verdad, se está muy a gusto pensando en la resurrección, mejor que pensar en esto.

La resurrección por sí misma no es garantía; pero, si queremos dar un paso adelante, nos daremos cuenta de que Cristo a Pedro lo renueva en el amor y en la misión. El diálogo en la playa entre Cristo y Pedro es un diálogo de renovación en el amor. Pedro amaba a Cristo, y desde el primer momento en que Cristo le pregunta: "Simón, hijo de Juan",(ya no le dice Pedro) me amas más que éstos?" Le dice él: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Esa certeza, el amor a Cristo, Pedro la tiene clavadísima en su alma.
Pedro, después de tres veces de preguntarle Cristo sobre el amor de su alma, se da cuenta de que, muy posiblemente, ese triple amor está curando una triple negación. Pedro constata que su amor se había quedado enredado en las tres veces que dijo: "No conozco a este hombre".

Cuando lo negó por tres veces, sus palabras, sus miedos encadenaron el amor vigoroso de Pedro. Y cuando Cristo sale al patio y lo mira, esa mirada hizo que Pedro se diera cuenta de las cadenas que él había echado.

Y Cristo como que quiere retomar la escena. Y así como retoma la escena de la vocación de ese primer momento, Cristo retoma la escena de la negación, como si Cristo le dijera a Pedro: ¿dónde estás?, ¿dónde te quedaste?, ¿te quedaste en el Jueves Santo?; vamos a volver ahí.

Y Cristo renueva el diálogo con Pedro donde se había quedado, y Cristo renueva su amor a Pedro y el amor de Pedro hacia Él, donde se había quedado atorado, en el jueves por la noche.

Cristo nos enseña que amarle en libertad significa ser capaces de mirar de frente nuestras debilidades, de volver a recorrer con Él los caminos que por miedo no nos atrevemos a cruzar.

Quizá, cada uno de nosotros tenga un jueves por la noche; quizá, cada uno de nosotros tenga una criada, una hoguera, unos soldados y un gallo que canta. Y Cristo, con amor, nos enseña a mirar de frente esa negación para que ya no nos atoremos ahí: "Si un día me dijiste no, camina ahora conmigo".

El día que Pedro negó a Jesucristo, a lo que Pedro le tuvo miedo fue a morir por Cristo, a morir con Cristo. Pedro sabía que si decía que era discípulo del Señor, le podían echar mano y llevarlo al calabozo. Pero el amor de Cristo retoma a Pedro y se lo lleva, purificándolo hasta anunciarle que él también un día va a morir por Él. "Cuando eras joven te ceñías tú mismo, cuando seas viejo extenderás los brazos, otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras". Y luego añadió: "Sígueme".

Cristo nos renueva con su amor para que atravesemos ese tramo de nuestra vida en el que el miedo a morir con Él, el miedo a entregarnos a Él nos dejó atorados. Ese tramo de nuestra vida en el que todavía nosotros no hemos atrevido a poner nuestros pies porque sabemos que significa extender las manos y ser crucificados.

Cristo no le pregunta a Pedro: "¿me vas a volver a negar?" Sino que le pregunta: "¿me amas?". A Cristo le interesa el amor. Sólo el amor construye, porque sólo el amor repara, une, sana y da vida. El amor renovado, el amor resucitado es el lazo que Cristo vuelve a lanzar a Pedro. El amor capaz de pasar a través de la propia experiencia, ese amor que es capaz de pasar por lo que uno una vez hizo y preferiría no haber hecho, y guarda su conciencia; ese amor que es capaz de pasar por el propio pasado, por la imagen que yo hubiera podido forjarme de mí mismo. Ese amor es el inicio que reconstruye un corazón cansado, porque este amor ya no se apoya en nosotros, sino en Cristo.

«Sígueme», no te sigas a ti mismo, no sigas tus convicciones, tus gustos, tus ideas. Este amor ya no se apoya en ti; es el amor que proviene de Cristo, el amor que nace de Dios. Dirá San Juan: "Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo Único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación para nuestros pecados. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros nos debemos amarnos unos a otros".

La experiencia de Pedro es la experiencia de un amor renovado. Pero al mismo tiempo, la experiencia que Pedro tiene de Cristo resucitado, es un amor que no se puede quedar encerrado, es un amor que se hace misión. Es un amor que renueva la misión de apóstoles que nos ha sido dada; es un amor que, en nuestro caso, renueva el vínculo con la misión evangelizadora de la Iglesia, renueva el compromiso cristiano a que fuimos llamados al ser bautizados. No es un amor que se queda en un cofre guardado, es un amor que se invierte, es un amor que se reditúa, es un amor que se expande. Y este amor es un amor que no teme; no teme a la cruz que significa la misma misión, porque va acompañado de Cristo que me dice: "Sígueme".
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

sábado, 7 de abril de 2012

María es la primera partícipe de todo el sacrificio

Sábado Santo. Tratemos de imitar a María en su fe, en su esperanza y en su amor, que la sostienen en medio de la prueba.
Contemplemos el corazón de la Santísima Virgen -dolorido en la pasión, en las lamentaciones del profeta Jeremías. El profeta está refiriéndose a la destrucción de Jerusalén, pero en esta poesía, que es la lamentación, hay muchos textos que recogen el dolor de una madre, el dolor de María. Como dice el profeta: "Un Dios que rompe las vallas y entra en la ciudad".

Podría ser interesante el tomar este texto desde el capítulo II de las lamentaciones de Jeremías, e ir viendo cómo se va desarrollando este dolor en el corazón de la Santísima Virgen, porque puede surgir en nuestra alma una experiencia del dolor de María, por lo que Dios ha hecho en Ella, por lo que Dios ha realizado en Ella; pero puede darnos también una experiencia muy grande de cómo María enfrenta con fe este dolor tan grande que Dios produce en su corazón.

Un dolor que a Ella le viene al ver a su hijo en todo lo que había padecido; un dolor que le viene al ver la ingratitud de los discípulos que habían abandonado a su hijo; el dolor que tuvo que tener María al considerar la inocencia de su hijo; y sobre todo, el dolor que tendría que provenirle a la Santísima Virgen de su amor tan tierno por su hijo, herido por las humillaciones de los hombres.

María, el Sábado Santo en la noche y domingo en la madrugada, es una mujer que acaba de perder a su hijo. Todas las fibras de su ser están sacudidas por lo que ha visto en los días culminantes de la pasión. Cómo impedirle a María el sufrimiento y el llanto, si había pasado por una dramática experiencia llena de dignidad y de decoro, pero con el corazón quebrantado.

María -no lo olvidemos-, es madre; y en ella está presente la fuerza de la carne y de la sangre y el efecto noble y humano de una madre por su hijo. Este dolor, junto con el hecho de que María haya vivido todo lo que había vivido en la pasión de su hijo, muestra su compromiso de participación total en el sacrificio redentor de Cristo. María ha querido participar hasta el final en los sufrimientos de Jesús; no rechazó la espada que había anunciado Simeón, y aceptó con Cristo el designio misterioso de su Padre. Ella es la primera partícipe de todo sacrificio. María queda como modelo perfecto de todos aquellos que aceptaron asociarse sin reserva a la oblación redentora.

¿Qué pasaría por la mente de nuestra Señora este sábado en la noche y domingo en la madrugada? Todos los recuerdos se agolpan en la mente de María: Nazaret, Belén, Egipto, Nazaret de nuevo, Canaán, Jerusalén. Quizá en su corazón revive la muerte de José y la soledad del Hijo con la madre después de la muerte de su esposo...; el día en que Cristo se marchó a la vida pública..., la soledad durante los tres últimos años. Una soledad que, ahora, Sábado Santo, se hace más negra y pesada. Son todas las cosas que Ella ha conservado en su corazón. Y si conservaba en el corazón a su Hijo en el templo diciéndole: "¿Acaso no debo estar en las cosas de mi Padre?". ¡Qué habría en su corazón al contemplar a su Hijo diciendo: "¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, todo está consumado!"

¿Cómo estaría el corazón de María cuando ve que los pocos discípulos que quedan lo bajan de la cruz, lo envuelven en lienzos aromáticos, lo dejan en el sepulcro? Un corazón que se ve bañado e iluminado en estos momentos por la única luz que hay, que es la del Viernes Santo. Un corazón en el que el dolor y la fe se funden. Veamos todo este dolor del alma, todo este mar de fondo que tenía que haber necesariamente en Ella. Apenas hacía veinticuatro horas que había muerto su hijo. ¡Qué no sentiría la Santísima Virgen!

Junto con esta reflexión, penetremos en el gozo de María en la resurrección. Tratemos de ver a Cristo que entra en la habitación donde está la Santísima Virgen. El cariño que habría en los ojos de nuestro Señor, la alegría que habría en su alma, la ilusión de poderla decir a su madre: "Estoy vivo". El gozo de María podría ser el simple gozo de una madre que ve de nuevo a su hijo después de una tremenda angustia; pero la relación entre Cristo y María es mucho más sólida, porque es la relación del Redentor con la primera redimida, que ve triunfador al que es el sentido de su existencia.

Cristo, que llega junto a María, llena su alma del gozo que nace de ver cumplida la esperanza. ¡Cómo estaría el corazón de María con la fe iluminada y con la presencia de Cristo en su alma! Si la encarnación, siendo un grandísimo milagro, hizo que María entonase el Magníficat: "Mi alegría qué grande es cuando ensalza mi alma al Señor. Cuánto se alegra mi alma en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava, y desde ahora me dirán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí, su nombre es Santo". ¿Cuál sería el nuevo Magníficat de María al encontrarse con su hijo? ¿Cuál sería el canto que aparece por la alegría de ver que el Señor ha cumplido sus promesas, que sus enemigos no han podido con Él?

Y por qué no repetir con María, junto a Jesús resucitado, ese Magníficat con un nuevo sentido. Con el sentido ya no simplemente de una esperanza, sino de una promesa cumplida, de una realidad presente. Yo, que soy testigo de la escena, ¿qué debo experimentar?, ¿qué tiene que haber en mí? Debe brotar en mí, por lo tanto, sentimientos de alegría. Alegrarme con María, con una madre que se alegra porque su hijo ha vuelto. ¡Qué corazón tan duro, tan insensible sería el que no se alegrase por esto!

Tratemos de imitar a María en su fe, en su esperanza y en su amor. Fe, esperanza y amor que la sostienen en medio de la prueba; fe, esperanza y amor que la hicieron llenarse de Dios. La Santísima Virgen María debe ser para el cristiano el modelo más acabado de la nueva criatura surgida del poder redentor de Cristo y el testimonio más elocuente de la novedad de vida aportada al mundo por la resurrección de Cristo.

Tratemos de vivir en nuestra vida la verdadera devoción hacia la Santísima Virgen, Madre amantísima de la Iglesia, que consiste especialmente en la imitación de sus virtudes, sobre todo de su fe, esperanza y caridad, de su obediencia, de su humildad y de su colaboración en el plan de Cristo.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

viernes, 6 de abril de 2012

Ponte de rodillas delante de Cristo crucificado

Viernes Santo. Cristo abraza el dolor redentor en la cruz para salvarnos a nosotros.
Reflexionemos en Cristo en la cruz, en el crucifijo en el cual nosotros acabamos aprendiendo a Cristo, acabamos reconociendo a Cristo. ¿Qué es lo que vemos cuando miramos el crucifijo? La cruz de Cristo en el Calvario es el testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios; es el poder del mal que en estos momentos parece no tener freno. Incluso Aquél que había vencido al mal, en sus diversos medios de presentarse en la historia del hombre, en el pecado, en el dolor, en la muerte, ahora se ve totalmente a disposición del mal.

La cruz que se levanta sobre la tierra, la cruz que se eleva sobre todos los hombres, que le hace ser Redentor, es al mismo tiempo la más clara manifestación del poder del mal sobre Cristo, es la más clara muestra de que Cristo está dejado por Dios para que todo el mal que sufre el hombre se clave en Él. Sin embargo, Cristo es inocente.

Él es el único, entre los hombres de toda la historia, libre de pecado, incluso de la desobediencia de Adán y del pecado original.
Es en Cristo, -en quien no conocía el pecado-, donde el pecado se hace, al menos aparentemente, señor de su vida. Es la obediencia de Cristo hasta la muerte, y muerte de cruz, la que va a hacer posible que las cadenas del pecado sean vencidas a partir de este momento por todo hombre que se una a la cruz del Salvador.

Sin embargo, si miramos en el corazón de Cristo, ¡con cuánto dolor sufriría el verse hecho pecado!, ¡cuánta repugnancia moral sentiría al verse reducido, no sólo a la condición de pecador, sino de maldito por la ley! “Maldito el hombre que cuelga de un madero”, decía la ley de Moisés.

¡Con cuánto amor habrá tenido que arder el corazón del Señor para ser capaz de vencer la repugnancia del pecado! Es esto lo que vemos: vemos a Jesús crucificado, vemos a Jesús insultado, vemos a Jesús que grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Los esbirros se acercan a la cruz, toman las palabras de Cristo como una burla. Unos le dicen que llaman a Elías, otros le empapan una esponja en vinagre y le dan de beber, y algunos, en el último chiste macabro, le dicen: “Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarlo”.

“Pero Jesús, dando un fuerte grito, exhaló el espíritu. En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos”. Acababa de cumplirse en Cristo hasta la última de las profecías, y por eso, el velo del Santuario que impedía que los fieles viesen al Santo de los Santos, ya no tenía ningún sentido, no tenía ningún porqué, y se rasga en dos.

¿Qué es lo que hace que Cristo llegue hasta ahí? Si hemos visto su alma en Getsemaní y hemos visto su alma antes de salir al Calvario, ¿cuál es esta última de las profecías, cuál es esta última de las obediencias que Cristo tiene que sufrir? "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?", el salmo que recitaría nuestro Señor como última oración en el Calvario y que podría ser para nosotros un momento de especial encuentro en el alma de Cristo; que se va identificando con todos estos sentimientos, que mira a sí misma y ve los ultrajes recibidos y, por otra parte, mira a Dios y ve que Él es su Creador, su Señor, en su alma humana, en su naturaleza humana. Al mismo tiempo, Cristo se ve a sí mismo y se da cuenta de que no puede desconfiar de Dios y, sin embargo, está sufriendo la más tremenda de las obscuridades, la más tremenda de las noches del alma, cuando Dios mismo se aparta del alma de Cristo en un misterio insondable, en un misterio irreconocible, en un misterio ante el cual nosotros solamente podemos caer de rodillas y decir: “Creo, Señor, te adoro y te pido perdón, porque todo esa obscuridad, esa noche, la has querido pasar por mí.”

Y como quien no quisiera tocar la herida dolorosa de su Señor, pongámonos simplemente de rodillas delante de Cristo crucificado y pidámosle perdón, porque por nosotros, Él tuvo que llegar a sufrir incluso el despojo absoluto de su Padre.

Si nosotros llegásemos hasta ese encuentro, veríamos cómo Cristo nuestro Señor tiene que sufrir en su alma el sentimiento de la más tremenda de las injusticias: la ignominia de la muerte, que es la suma debilidad del ser humano al ver cómo su cuerpo se deshace por medio de la muerte. ¡Qué duro es ver morir a un ser querido, qué duro debe ser esa impotencia de Cristo, sin otro camino que el de la aceptación! Sólo cuando el hombre ha hecho de la cruz la presencia de Dios en su vida, como Cristo, su mente y su corazón es capaz de ver en la muerte un inclinarse profundo de Dios hacia cada uno de los hombres en los momentos más difíciles y dolorosos.

Cada vez que besamos una cruz, no besamos simplemente un instrumento de tortura en el que han muerto miles y miles de hombres a lo largo de toda la historia de la humanidad, besamos el signo que nuestro Señor hizo bendito con su muerte. En la cruz de Cristo, sobre la que viene la muerte en un torrente de impotencia y de amor, nosotros vemos el toque del amor eterno de Dios sobre las heridas del pecado, que son las que de verdad causan el dolor de la experiencia terrena del hombre. El alma de Cristo, imponente ante la muerte que ve venir, sabe que es el toque de amor eterno de Dios sobre la obscuridad de su debilidad como hombre, y de nuestras debilidades.

Pongámonos nosotros a los pies de la cruz, y dentro de nuestro corazón recitemos ese canto del siervo de Yahvé: “Despreciado y deshecho de hombre, varón de dolores, sabedor de dolencias como ante quien se oculta el rostro despreciable y no le tuvimos en cuenta. Eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que Él soportaba. Nosotros le vimos, nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, herido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados”.

En Cristo, Varón de Dolores, se encierra el dolor de la cruz; un dolor que abraza el dolor de todos los hombres de la historia. Son nuestras dolencias las que son llevadas; son nuestros dolores los que son soportados; son nuestras rebeldías las que abren su carne; son nuestras culpas las que muelen su cuerpo; son nuestros castigos, que Él soporta, los que nos traen la paz.

Cristo se convierte así en el depositario de toda la culpa de la humanidad. Cristo es el depositario de toda tu culpa y de toda mi culpa, de toda tu vida y de toda mi vida. Veamos a Cristo cargado con nuestros pecados, atrevámonos a decirle: “¿Te acuerdas de este pecado mío? Es tuyo. ¿Te acuerdas de esta otra infidelidad, te acuerdas de esta otra ingratitud? Te la llevas en tus hombros. Todos nosotros, como ovejas, erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahvé descargó sobre Él la culpa de todos nosotros
Cristo abraza el dolor redentor en la cruz. Entre malhechores, entre insultos, entre esbirros que se burlan, va cumpliendo, una detrás de otra, las profecías que lo presentan como un cordero llevado al degüello, como oveja que, ante los que la trasquilan, está muda. Tampoco Él abrió la boca. Es el dolor redentor que pasa por la opresión, por la humillación, por el ser lavado, por el silencio...

“Tras arresto y juicio fue arrebatado de sus contemporáneos; quien se preocupa fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo fue herido.” Personalicemos esto y démonos cuenta de que no es un juego que se repite toda la Semana Santa para que el pueblo cristiano tenga algo de que dolerse y algo de que arrepentirse; es una vida humana la que cargó sobre sí todos mis pecados. Una vida que fue considerada impía, maldita, alejada de Dios aun en su muerte. Pero Él era inocente. Su fecundidad proviene precisamente de su don.

Si nosotros nos atrevemos a ver esto así, atrevámonos también a hacer con Cristo un acto de oblación personal, a ofrecernos junto con Cristo en el misterio de la cruz, a ofrecernos junto con Cristo como el único sentido que tiene nuestra vida cristiana.

¿Cómo se puede ser feliz? ¿Cómo se puede perseverar y ser auténtico cuando mira uno a Cristo en la cruz? Solamente hay un camino: siendo corredentor con Cristo en la cruz, estando siempre clavados en esa cruz. Y, cuando vengan los problemas, piensen que ustedes quisieron ser de Cristo, crucificados con Cristo, salvadores de los hombres. Siempre que busquemos otra cosa en nuestra vida, vamos por un camino equivocado, vamos fuera del plan de Dios.

“En la vida de un cristiano, la luz tiene que estar presente y tiene que doblegarnos bajo su peso. No penséis nunca en una vida fácil, lejos del sufrimiento y del sacrificio. La vida terrena es para luchar, para caer en el polvo mil veces y levantarse otras mil veces, es una vida para ser humillados por amor a Cristo. No soñéis con vidas sin cruces. Porque la cruz es un instrumento connatural a la vida del hombre y en especial para aquellos que, por vocación hemos aceptado seguir a Cristo por los caminos del Calvario.

Ahora bien, llevad esa cruz con alegría, con el amor con que se ama a Cristo. Llevad esa cruz con optimismo, con el optimismo del cristiano, que por la fe conoce la trascendencia de su vida de frente a la eternidad. Llevad esa cruz y ayudar a otros a llevarla como buenos samaritanos”.

La muerte de Cristo en la cruz se convierte para nosotros en redención. Y si es un momento de profundo dolor, de negra pena, es al mismo tiempo, un momento de profunda liberación. Mi alma ante ese Cristo crucificado tiene que echarse hacia atrás, mi alma tiene que empujar, tiene que tomar su condición de apóstol, consciente de que a partir de ahora, el Señor crucificado vive en mí, que a partir de ahora el Señor redentor redime con mis palabras, redime con mi corazón, redime con mi celo apostólico, redime con mi ilusión de traer almas para Cristo, redime con mi obediencia, redime por vivir con delicadeza mi vocación.

Así es como Cristo muere este Viernes Santo en la cruz. No es repitiendo de nuevo su sacrificio que nosotros simplemente vamos a conmemorar. Es, sobre todo, haciendo que nosotros nos abracemos con más claridad y con más fuerza a este sacrificio redentor, hecho garantía, hecho amor, hecho corazón dispuesto a servir a los hombres.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

jueves, 5 de abril de 2012

Un amor de entrega y presencia en su Cuerpo y Sangre

Jueves Santo. La Eucaristía, una presencia que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al Sagrario.
Siempre que uno reflexiona sobre el misterio de la Eucaristía, podría dejar de lado que la Eucaristía es un misterio de presencia de Cristo, un misterio de entrega de Cristo. Una entrega que se hace presencia cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan; una presencia que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al sagrario.

Vamos a contemplar el misterio de la institución de la Eucaristía, pidiendo a Jesús entregarnos con Él, que se entrega; hacerme don con Él, que se da; dejar invadir mi corazón del corazón de Cristo entre los hombres. Un amor hecho entrega y presencia en su Cuerpo y su Sangre Eucarísticos.

"Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros[...] Tomó luego pan, y, dando gracias, lo partió y se los dio diciendo: Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío´. De igual modo, después de cenar, tomó la copa diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza de mi sangre que es derramada por vosotros."

Un pan y un cáliz que yo sé, por la fe, que son su cuerpo y su sangre. Se ha realizado un milagro, el milagro más grande. La pasión de Cristo se ha realizado de una forma incruenta. Efectivamente su cuerpo y su sangre son su sacrificio. Cristo ha realizado su sacrificio, incluso antes de morir. Como si su amor fuese tan grande que fuese capaz de anticipar el misterio de la redención para mí. Y este don, este sacrificio se me da a mí como cristiano; se da a todos los hombres.

¿Qué es lo que hace Cristo? ¿Cómo se entrega Cristo? El pan, que es partido, roto, por las manos de Cristo, ese pan ya no es una mezcla de harina con levadura, sino que es su cuerpo. Se rompe Él mismo, se da Él mismo; y, al mismo tiempo, ese pan roto y dado es el gesto del Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo como don a la humanidad.

Entre los judíos, la Pascua se celebraba en familia, y el que presidía la cena pascual representaba al padre de familia. En el misterio de la Eucaristía, Cristo -el Hijo- está al mismo tiempo siendo Padre que da al Hijo; el Padre -Dios-, que da al Hijo -Cristo- a los hombres, es el pan y el vino. El Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo a la humanidad. La Eucaristía es así el pan roto y entregado, es el amor del Padre hasta el extremo de entregar al Hijo en sacrificio por los pecados.

El pan que Cristo me da es su cuerpo que se entrega por mí; la sangre que Cristo derrama es derramada por mí. En ese cáliz, que el sacerdote tiene entre sus manos, está la sangre de Cristo, la sangre del Cordero, para que se produzca la conclusión de una Alianza Nueva, de un nuevo pacto puesto en favor de los hombres.

Debemos contemplar todo esto y dejar que nuestro corazón discurra sobre los gestos de Cristo, sobre las palabras de Cristo; sobre todo lo que está contenido en este misterio. Misterio que nos da una Alianza ofrecida sobre una persona. Una persona que no es simplemente una persona humana, es la persona del Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de Luz, y al mismo tiempo cuerpo entregado y sangre derramada.

¿Qué hay en el corazón de Cristo? ¿Cuál es el corazón de Cristo ante el misterio de la Eucaristía? Intentemos contemplar el corazón y el alma de Cristo; veamos su corazón que busca darse sin barreras. Un corazón que anhela, que desea dar todo lo que Él es. Y para lograrlo no encuentra otro camino mejor que darse en el pan y en el vino, como cuerpo y sangre; alma y divinidad.

Cristo se da sin barreras de tiempo y espacio. Cada vez que comulgamos, cada vez que recibimos la Eucaristía, se rompen todas las barreras físicas de la eternidad en el tiempo, de una época con otra, y entramos en misteriosa comunicación con Cristo. Y se cumple ese don, cuando misteriosamente, sacramentalmente, Jesucristo penetra en mi persona y se me entrega sin ninguna barrera. Cristo busca, además, manifestarme su amor, como dirá San Juan: “nos amó hasta el extremo”. Él me manifiesta su amor queriendo y pudiendo entrar en mi persona. Si el amor es la comunión de aquellos que se aman, ¿qué mayor comunión que la del cuerpo y la sangre de Cristo con mi espíritu, con mi alma, con mi persona? Cristo, en su corazón, busca continuar cerca de mí.

Él sabe, Él es consciente de que vivimos muchas veces en soledad, aunque estemos acompañados por mucha gente, aunque haya muchas personas a nuestro alrededor. Una soledad que no solamente la sentimos nosotros, sino que es muchas veces patrimonio de todos los hombres. Cristo quiere quebrar esa soledad con la Eucaristía. Cristo no quiere que yo esté solo, y quiere darse Él como acompañante para transmitirme su vida. “Quien me come vivirá por mí; aquél que me come no morirá para siempre”.

El misterio de la Eucaristía es promesa de vida eterna. Cada vez que recibo a Cristo en la Eucaristía, se me está entregando la promesa de la vida que no acaba para siempre. Éste es el gesto supremo del amor que busca la identificación de voluntades y de existencia. "¡Con qué anhelo he deseado comer esta Pascua con vosotros!" Cristo me busca más a mí, de lo que yo lo busco a Él. Cristo quiere estar más cerca de mí, de lo que yo quisiera estar cerca de Él. En su interior está el deseo de vivir esta Pascua, que es la antesala de la realización del Reino de Dios entre los hombres. La Pascua con la que Él va a llevar a plenitud su obra, con la que va a realizar el anhelo que le trajo al mundo.

En el corazón del Cristo, en la Última Cena, brilla radiante un deseo: comer la Pascua, cumplir la Pascua en el Reino de Dios. El anhelo de realizar la voluntad del Padre, el deseo ardiente de cumplir con lo que el Padre le pide. Para Cristo, comer la Pascua, no es sólo repetir un rito que recordaba a los hebreos su liberación de Egipto. Para Cristo, comer la Pascua, es realizarla en su persona; es ofrecer su persona como precio de la liberación de su pueblo; es partir en dos el pan del pecado con la sangre de sus venas, con el último latido de su corazón.

¿Qué es lo que yo hago ante este Cristo de la Eucaristía? Cuando el Hijo de Dios se hace pan y se hace vino entregado por mí, derramado por mí, no puedo sino suscitar en mí sentimientos y determinaciones de comunión, de identificación con mi misión redentora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso puedo llegar a captar plenamente, con mi inteligencia pequeña, limitada, todo lo que sucede en la Eucaristía? ¿No tendré más bien que determinarme a decir: “Señor, quiero comulgar contigo, quiero empaparme de ese sentimiento, de ese anhelo de realizar la Pascua, de tenerte cerca de mí, de estar tú y yo en comunión, en identificación”? Al recibir a Cristo debo animarme a un compromiso total ante el suyo, sin mediocridades, sin tibiezas, sin dudas. Tengo que saberme fortalecido en todas mis soledades y acompañado en mis fracasos y triunfos.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

miércoles, 4 de abril de 2012

¡Cuánto dolor de Cristo al verse abandonado!

Miércoles Santo. ¿Cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida?
Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser para nosotros un enraizarnos profunda y convencidamente en los aspectos más importantes de nuestra vida. El seguimiento de Cristo es para todos nosotros un atrevernos a clavar la cruz en nuestra existencia, conscientes de que no hay redención sin sacrificio, no hay redención si no hay ofrecimiento.

Quisiera proponerles estar con Cristo en el Pretorio antes de salir a ser crucificado, como nos narra San Juan: "Entonces Pilatos se lo entregó para que fuera crucificado". Cristo, maniatado, coronado de espinas, flagelado, sentado en un calabozo esperando como tantos otros presos, como tantos miles de prisioneros a lo largo del mundo, el momento en el cual se abra la puerta del calabozo para ir hacia el patíbulo, para ir hacia el cadalso.

Atrevámonos a contemplar a Cristo y veamos cómo, sobre su cuerpo, se ha ido escribiendo como una historia trágica todos los recorridos de su pasión. En su cuerpo están escritos, a través de las huellas, a través de las heridas, a través de los escupitajos, a través de los golpes, a través de la sangre, todos los momentos que le han acontecido. Por nuestra mente pueden pasar como un relámpago las situaciones por las que Él ha querido atravesar. Hagamos nuestra la imagen del Señor listo para ir al Calvario. ¡Cuántos dolores pasó desde el momento de su prendimiento a través de los tribunales y a través de las burlas!

Si nos atenemos simplemente a lo que nos narran los evangelios acerca de los golpes, la flagelación, la corona de espinas, y junto con eso todos los golpes físicos, humillantes y dolorosos, sabremos por qué los evangelistas resumen en una frase el tremendo suplicio de la flagelación..., ¡no hacía falta describir más!: "Pilatos tomó entonces a Jesús y lo mandó azotar". En el contexto en el que son escritos los evangelios, todos conocían perfectamente lo que significaba la flagelación. Y todo los dolores morales, las humillaciones, las vejaciones, Cristo lo tiene escrito en su cuerpo, lo tiene grabado en su carne, por mí.

A veces los dolores morales son mucho más intensos, mucho más agudos que los dolores físicos. A veces podríamos haber perdido el sentido de lo que es la carencia de todo respeto, la carencia de todo límite, de toda decencia.

¡Cuántas obscenidades, cuántas groserías, cuántas vejaciones habrá escuchado Jesús! Él, de cuya boca jamás salió palabra hiriente, tiene que escuchar toda una serie de insultos y vejaciones sobre Él, sobre su Padre, sobre su familia... ¡Y todo, por mí!

¡Cuántos dolores -en lo espiritual- al verse abandonado por los suyos! ¿Dónde está Pedro?, ¿Dónde está Juan? "Prudentemente lo seguían". ¿Dónde está Tomás, Andrés, Nathanael y Santiago? ¿Dónde están los que querían hacer llover fuego sobre la ciudad de Samaria por el simple hecho de que no recibían al Maestro?, ¿Dónde están, ahora que el Maestro no sólo no es recibido, sino que es condenado a muerte, abandonado, traicionado?

Traicionado por los suyos, mal interpretado, injuriado, calumniado. ¡Qué doloroso es ver que lo abandonan sus amigos, que es objeto de burlas soeces, que sufre golpes, malos tratos, despojos! ¡Qué heridas le causan en el alma la tristeza, el tedio, el miedo y las vejaciones!

Contemplemos la corona de espinas en la cabeza, la cara abofeteada y escupida y el cuerpo lleno de heridas. ¡Y todo, por mí! Vayamos sobre nosotros mismos y preguntémonos: ¿qué voy a hacer yo? Éste es el cuerpo de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ante el cual toda la Iglesia se arrodilla, y ante el cual todos los hombres han pasado por encima del respeto humano y le han ofrecido sus vidas.

Y ¿qué hay en el alma de Cristo? Antes de salir a la cruz, nos podría asustar ver su cuerpo. ¿Qué sentimiento podría surgir en nosotros al ver su alma? ¿Me atrevo a bajar ahí para ver qué hay en ella? Quizá nos podría asustar el ver la soledad y el desamparo en que se debate su alma. En el alma de Cristo está profundamente arraigada la soledad y el abandono.

Apliquemos esto a nuestra vida. Cristo acaba de sufrir todos los suplicios. Cristo está sufriendo el suplicio interior de la soledad y la incomprensión. ¿Qué capacidad tengo yo de acompañar a Cristo en su soledad y en su abandono? ¿Hasta qué punto he comprendido yo a Cristo en su misión? Me podré espantar quizá de que Pedro, Juan, Andrés, Santiago, no hayan comprendido a Cristo. ¿Y yo? Si Cristo estuviese en el calabozo y viese mi alma ¿se sentiría acompañado, se sentiría comprendido?

De cara a mi alma, ¿cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida, por parte, incluso, de los más cercanos?

Debemos ser para los demás testigos de que la soledad del alma es redentora, de que la soledad del alma tiene una capacidad de fecundidad que, quizá muchas veces, nosotros no somos capaces de valorar porque no la hacemos tesoro junto a Cristo. Contemplemos a este Señor nuestro que tanto ha sufrido por nosotros, para aprender también que nosotros podemos sufrir por Él.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

martes, 3 de abril de 2012

¿Por qué el Padre elige este camino?

Martes Santo. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú.
Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: "¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú."

San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?

No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.

Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el abandono total sin condiciones.

Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.

"Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.

El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.

Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.

Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.

Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar del alma por mucho que se quiera.

En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. "Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú". Como dirá la carta a los Hebreos: "Aprendió con gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que le obedecen."

¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?

No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

lunes, 2 de abril de 2012

Cristo nos ama incluso cuando nos atrevemos a negarlo

Lunes Santo. La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no pueda mas.
El día de hoy vamos a ponernos el cristal de la caridad, y bajo esta óptica contemplaremos la Última Cena.

¿Qué es la caridad? Si alguien quisiese definir la caridad, podría escribir libros enteros. Si alguien quisiese definir la caridad, podría llenar bibliotecas, o simplemente tomar una fuente con agua y lavar los pies a sus discípulos durante la cena: "[...] cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego hecha agua en un lebrillo y se pone a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido".

La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no haya nada más que uno pueda hacer; la caridad es servir hasta la último. "No hay amor más grande que aquél del que da la vida por quien ama". Cristo, constantemente, va a unir su caridad con su muerte. Tanto es así, que la cruz va a ser la mayor expresión de caridad de Cristo.

Nos impresiona cuando vemos a Cristo rebajarse como un esclavo a lavar los pies, quizá no nos impresiona tanto el hecho de que Cristo no solamente lava como esclavo los pies a sus discípulos, sino que muere esclavo en la cruz por sus discípulos. La caridad, la verificación, el amor, la muerte de Cristo están inseparablemente unidos. La caridad de Cristo es una caridad que se ofrece en la separación de aquellos que ama. "Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis y a donde yo voy vosotros no podéis venir".

El amor de Cristo es un amor totalmente desinteresado, no es un amor que se busque a sí mismo. El amor de Cristo no busca la propia felicidad sino la felicidad de aquellos que ama. Cristo incluso va a aceptar la separación de aquellos que ama por amor; pero, al mismo tiempo, como todo auténtico amor, el amor de Cristo va a buscar en todo momento compartir, y por eso Jesucristo les dice a sus discípulos: "Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros".

Cristo busca encarnar su amor en los que ama. Cristo busca que aquellos que Él ama también amen como Él: "En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros como yo os he amado". La caridad que no se transmite, la caridad que no se manifiesta, la caridad que no se encarna en aquellos que amamos no puede ser una caridad auténtica.

No hay que olvidar que el Maestro se nos presenta como modelo de caridad, como dirá San Juan, "en la glorificación", es decir, en la muerte, en el don absoluto de sí mismo por amor a los suyos. Éste es el don más grande que un hombre puede dar: el don de sí mismo. ¿Qué otra cosa podemos dar más que nosotros? Aun cuando hubiéramos terminado de dar mucho, todavía quedaríamos nosotros por darnos. ¿Qué más puede ofrecer un soldado a su señor, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puede ofrecer Cristo, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puedo ofrecer yo, como discípulo, cuando ya lo haya dado todo?

La caridad de Cristo tiene, además, una muy especial característica. En el Evangelio de San Mateo se dice: "aquél que me negare delante de los hombres yo le negaré delante de mi Padre celestial". Justamente en este contexto de caridad se introduce el misterio de la negación de Pedro. Sin embargo, Pedro no contaba con la última de las delicadezas de la caridad de Cristo. Dice el Evangelio: "Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde. Pedro le dice: ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Le responde Jesús: ¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces."

La caridad ama aun cuando el amado nos niega. Así ama Cristo. Cristo no solamente ama cuando nosotros somos grandes apóstoles que entendemos perfectamente los planes del Señor sobre nosotros -¡qué fácil sería amar así!- Cristo ama incluso cuando nosotros nos atrevemos a negarlo. Y nos ama con un amor redentor, nos ama con un amor transformador, nos ama con un amor purificador, nos ama con un amor que es capaz de sacarnos del pozo donde nosotros podríamos vernos encerrados.

El amor de Cristo no es un amor que arrasa; es un amor que reconstruye, cuando el alma se deja reconstruir. Es un amor que hace que aquél que lo ha negado pueda amarlo a Él, como Cristo lo ama. ¿Cómo nos ha amado Cristo? Hasta dar su vida por nosotros. ¿Cómo tenemos que amar nosotros a Cristo? Hasta dar nuestra vida por Él.

San Juan va a unir la caridad con la obediencia y con el sacrificio en la obscuridad: "Si alguno ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él".

Cristo une caridad, obediencia y presencia de Dios. La esencia de toda santidad y de toda virtud cristiana está en la caridad. No hay presencia de Dios donde no hay caridad, no hay presencia de Dios donde no hay obediencia; y donde no hay obediencia, no hay caridad ni presencia de Dios; y donde no hay caridad no hay obediencia ni presencia de Dios.

Tendríamos que darnos cuenta que esta especie de trinidad es el corazón del cristiano. Presencia de Dios es obediencia y es caridad. Quien diga que tiene a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. Y quien quiera obedecer, primero tiene que amar. Y quien regatea con el egoísmo, no obedece ni tiene a Dios en su corazón. La caridad se hace obediencia y se hace presencia. Si no es así, la obediencia es vacía y la presencia ausencia. Solamente cuando hay esta presencia, esta caridad y esta obediencia, el hombre posee luminosidad para poder guiar su vida en la autenticidad.

"El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo cuanto os he dicho". La presencia amorosa de Dios en nosotros es la garantía de la luminosidad interior. No puedes guiar tu vida si estás cegado por el egoísmo. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe luminosidad y la disposición de vivir en la obediencia. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe la verdadera presencia de Dios. La caridad, como obediencia que se hace presencia, es la clave que Jesús mismo nos deja.

Después de hablar del amor, Cristo empieza hablando del Príncipe de este mundo. No hay que olvidar que la auténtica caridad se hace testimonio precisamente ante las persecuciones del Príncipe de este mundo. Y así como la luz expulsa la noche, y la obscuridad se ve alejada por la aurora, la caridad expulsa de nuestra vida al Príncipe de este mundo.

¿Quién no le tiene miedo al contagio del mundo del demonio y de la carne en su propia vida? ¿Alguien puede sentirse inmune a esto? ¿Alguien puede decir que tiene las manos limpias? Y, sin embargo, ¿cómo podemos resistir al Príncipe de este mundo? Sólo quien vive en la caridad tendrá la capacidad suficiente para desencadenarse una y otra vez del Príncipe de este mundo. Sólo el que tenga caridad como ley auténtica de su vida podrá estar liberándose de las ataduras que el Príncipe de este mundo le ponga a su corazón. Solamente quien no es capaz de vivir la caridad acabará por vivir con el demonio dentro del corazón.

La caridad es el testimonio del cristiano. Ante las asechanzas del demonio, que muchas veces podrá buscar encimarse, apoderarse de la vida del hombre, más aún, que muchas veces hará fracasar las obras buenas del hombre, sólo la caridad continuará siendo la coraza con la cual el hombre vence, con la cual el hombre es capaz -a pesar de los errores, a pesar de los fallos propios o de los demás-, de volver a amar y de entregarse.

No hay que tenerle miedo al demonio si en nosotros hay caridad, si en nosotros hay amor verdadero. No hay que tenerle miedo al demonio de las tentaciones y de las dificultades, en el seguimiento de Cristo, si en nosotros verdaderamente existe un corazón lleno de amor a Dios.

Aun cuando el corazón pueda estar en la soledad, en el abandono, en la dificultad y en la prueba, tenemos que saber que la caridad de Cristo se convierte en paz en nuestra alma, consuelo de nuestra soledad. "Os dejo la paz; mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: Me voy y volveré a vosotros. Si me amarais, os alegrarías[...]".

Éste es el rostro de la caridad que Cristo nos presenta. Una caridad que se ofrece, una caridad que se comparte, una caridad que se hace testimonio, una caridad que ama incluso en la negación del amor. Y al mismo tiempo, es una caridad que se convierte en presencia por la obediencia, es una caridad que no se contamina a pesar de las asechanzas del demonio o de la soledad en la que nosotros podamos vivir.

Este amor -lo vemos en Cristo-, no es simplemente un bonito sentimiento interior. Este amor tiene obras que efectivamente manifiestan el amor, obras que realmente realizan el amor, obras que demuestran que estamos auténticamente entregados a Cristo. Porque si no prestamos más que a aquellos de quienes esperamos recibir, ¿qué mérito tendremos que no tengan también los pecadores? Si no saludamos más que a los que nos saludan, ¿en qué nos diferenciamos de los gentiles? Y si no amamos más que a los que nos aman, ¿qué hacemos que no hagan también los publicanos?

También a nosotros se nos exige una caridad que se hace celo apostólico, como el mejor servicio hecho a los hombres. ¿Qué más les puedes dar a los hombres sino la presencia de Dios en sus corazones? No existe la caridad sin celo apostólico, no existe la caridad sin esfuerzo por conquistar a los hombres para Cristo. Y la podremos disfrazar de lo que queramos, pero sin celo apostólico que influya verdaderamente en las sociedades en las que vivimos, en los ambientes en los que nos movemos, no hay caridad. Sin un corazón que arda por sus hermanos los hombres, no hay caridad, porque Cristo, por amor a nosotros, busca introducir la presencia de Dios en nosotros. "En el que me ama moraremos".

¿Realmente mi amor a los hombres es un amor que busca hacer que la presencia de Dios esté dentro de mis hermanos? ¿O es un amor platónico, o es un amor romántico? ¿O es un amor que arde, y porque arde quema, y porque quema transforma, y transforma en celo apostólico?

Cuando revisemos la caridad, veamos el amor de Cristo por nosotros, veamos nuestro amor por Cristo, veamos nuestro corazón, y veamos si verdaderamente hay caridad que es obediencia y es presencia. Pero nunca olvidemos la tercera dimensión de la caridad: el celo apostólico.

Recordemos que se nos va a exigir. "Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve desnudo y no me vestiste, en la cárcel, enfermo y no me fuiste a ver". Si a ésos, Cristo los manda lejos de sí, lejos del amor, lejos de la vida eterna, ¿qué será de aquellos que le negaron a sus hermanos los hombres, por falta de caridad, la presencia de Dios en su corazón? ¿Qué será de aquellos que, llevados por la pereza o por la soledad, o por el Príncipe de este mundo, o por el orgullo, se permitieron el lujo de no llenar el corazón de sus hermanos los hombres con la presencia del Señor?
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.

domingo, 1 de abril de 2012

EXTREMADURA EN 3D


SEGURO LO AGRADECERAN.
Manue Murillo.

La entrada de Cristo a Jerusalén.

Domingo de Ramos. ¿Qué tanto soy capaz de seguir a este Cristo, que como rey, va a ser sacrificado por mí?
El día de hoy para acompañar a Cristo en su pasión, su muerte y su resurrección, vamos a centrar nuestra reflexión en la entrada de Cristo a Jerusalén

La entrada Mesiánica de Jesús en Jerusalén, tal como la presenta San Juan, se encuentra centrada en un contexto muy particular. No hay que olvidar que los evangelios son una carga espiritual, teológica, de presencia de Cristo. Por así decirlo, son un retrato descrito.

San Juan ubica la entrada de Cristo en Jerusalén, por una parte, en el contexto de la unción de Betania, en la que se ha vuelto a hablar de la resurrección. Junto con este aspecto de la resurrección aparece, como sombra constante, la determinación de los sumos sacerdotes para deshacerse de Cristo. Y como un segundo trasfondo de la entrada de Cristo en Jerusalén está el contexto del discurso de Jesús sobre el grano de trigo que tiene que caer y morir para dar fruto.
Dice el Evangelio: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto". En el texto del grano de trigo se vuelve a repetir el mismo dinamismo que se encierra en la voz de "lo he glorificado", junto con la conciencia clara de la presencia inminente de la pasión.

A nosotros nos llama mucho la atención que todo el misterio de la entrada de Jesús en Jerusalén quiera estar enmarcado en este contraluz de muerte y resurrección (el grano de trigo que muere para poder dar fruto), pero, independientemente de que pueda ser un poco literario, este contexto nos permite ver lo que es exactamente la entrada de Cristo en Jerusalén.

Por una parte vemos que el pueblo realiza lo que estaba escrito que tenía que realizar: "Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento; pero cuando Jesús fue glorificado, se dieron cuenta de que esto estaba escrito sobre él, y que era lo que le habían hecho".

Por otra parte, la voz del pueblo es un signo que indica lo que Cristo es verdaderamente: "Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel". Sin embargo, como tantas veces sucede con Cristo, los hombres actúan sin saber que están actuando de una forma profética. El pueblo no sabe lo que hace, pero aclama el triunfo y el éxito maravilloso de un taumaturgo que resucitará. Además, las palabras de la gente tienen un total carácter de proclamación mesiánica, por la que Cristo se presenta como liberador de Israel. Y así, Cristo cumple un gesto mesiánico que Zacarías había profetizado: "No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna". Cristo se sienta en el asno, aceptando con ello el que se le proclame Rey, realizando así la profecía de Zacarías.

Sin embargo, esto no obscurece su conciencia de que su mesianismo no es de tipo mundano, sino que esta unción como Mesías, esta proclamación, es el camino que lo va a llevar a la cruz. No hay que olvidar que el Mesías es el que resume, en sí mismo, todos los símbolos de Israel: el profeta, el sacerdote, el rey. Y como dijo el mismo Cristo, es el profeta que va a morir en Jerusalén, y es el sacerdote que llega hasta donde está el templo para ofrecer el sacrificio.

Pero, junto con esta visión externa que nos puede ayudar a preguntarnos: ¿qué tanto soy capaz de seguir a este Cristo, que como rey, profeta y sacerdote va a ser sacrificado por mí?, yo les invitaría a contemplar el alma de Cristo, el interior de Cristo en su entrada a Jerusalén.

El alma de Cristo tiene ante sí, con una gran claridad, el plan de Dios sobre Él. Cristo sabe que Dios ha querido unir su glorificación con el misterio de la pasión. Es una gloria que pasa a través de la infamia y del rechazo de los hombres, una gloria que pasa por la paradoja de los planes de Dios, una gloria que quiere pasar por la total donación del Hijo de Dios para la salvación de los hombres.

Cristo tiene claro en su alma este plan de Dios, y con toda libertad y con toda decisión, lo acepta. Él sabe que al ser proclamado Rey, y al entrar en Jerusalén como Mesías, está firmando la sentencia que le lleva al sacrificio, y sin embargo, lo hace. Entonces los fariseos comentaban entre sí: "¿Veis cómo no adelantáis nada?, todo el mundo se ha ido tras él". Él sabe que la exaltación real que a Él se le dará cuando sea levantado, es la de la cruz, la del cuerpo para el sacrificio.

La cruz será su gloria de dominio, será su palabra profética de discernimiento y también será la unción con la que su cuerpo será marcado como sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza. La cruz será su trono de dominio desde el que Él va a atraer a todos los hombres hacia sí mismo: "Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí". En su alma aparece el deseo de donarse, porque ha llegado la hora para la que había venido al mundo, la hora del designio de amor sobre la humanidad, la hora por la que Dios entre, de modo definitivo, en la vida de los hombres por la gracia de la redención.

Sin embargo, todos los sentimientos se van mezclando en Cristo. Así como es consciente de que ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre, es también consciente de que el grano de trigo tiene que caer en tierra para poder dar fruto: "Pero mi alma se turba, ¿y cómo voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero es para esta hora que yo he venido al mundo."

Podríamos terminar con una reflexión sobre nosotros mismos, sin olvidar que nuestra vocación cristiana también es una perspectiva de la luz que pasa a través de la cruz: Mi vocación es luminosa solamente cuando pasa a través de la cruz. Tiene que pasar por el mismo camino de Cristo: la aceptación generosa de la cruz, la aceptación generosa de los signos que nos llevan a la cruz.

Para Cristo, el signo de la entrada de Jerusalén, es el signo que le lleva a la cruz; para nosotros cristianos, nuestro Bautismo es un signo que nos indica, necesariamente, la presencia de la cruz de Cristo. Se trata de ser seguidor de Cristo, marcado con el signo indeleble de la cruz en el corazón y en la vida. El cristiano ha de ser capaz, como Cristo, de recoger los frutos de vida eterna del árbol fecundo de la cruz, para uno mismo y para sus hermanos.

Para quien juzga según Dios, la abnegación es Sabiduría Divina envuelta en el misterio de Cristo crucificado. No existe otro camino para ser seguidor de Aquél que no ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.

Toda la vida de Cristo, y particularmente su pasión, tiene un profundo significado de servicio para la gloria del Padre y para la salvación de los hombres. El Primogénito de toda criatura -al cual corresponde el primado sobre todas las cosas que son en el cielo y en la tierra-, el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel, se ha hecho siervo de todos los hombres y dado a muerte en rescate de sus pecados.

Cristo entra en Jerusalén; Cristo nos habla del grano de trigo, nos habla de ser exaltados en la cruz, y nos hace una pregunta que tenemos que responder: "¿Puedes beber del cáliz que yo beberé?."
Autor: P. Cipriano Sánchez LC.