"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 9 de enero de 2017

Pedro, la alegría en el seguimiento de Cristo



Simón, hijo de Jonás y hermano de Andrés, discípulo de Cristo, quien le cambia el nombre por el de Pedro

Simón, hijo de Jonás y hermano de Andrés, es invitado por este último a conocer a Cristo según nos cuenta el Evangelio, quien a su vez le cambia el nombre por el de Pedro (Jn 1,40-42). La vocación de Pedro se hace definitiva después de la pesca milagrosa (Lc 5,1-11). Pedro se convierte enseguida en un Apóstol preferido por Cristo, a quien va a acompañar en momentos muy especiales de su vida: cuando resucita a la hija de Jairo (Mc 5,37-43); cuando asiste atónito a la Transfiguración del Señor (Mt 17,1-8); cuando acompaña a Cristo en Getsemaní (Mt 26,36-41). Pero además vive momentos muy especiales: cuando Cristo cura a su suegra (Mc 1,29-31); cuando camina sobre las olas (Mt 14,28-31); cuando se resiste a dejarse lavar los pies (Jn 13,5-11). En otras muchas escenas vemos a Pedro dejarse llevar por su carácter apasionado: cuando se opone ante el anuncio de la pasión (Mt 16,21-23); cuando pide una recompensa para los Apóstoles (Mt 19,27-29); cuando ante la huida de mucha gente en el anuncio de la Eucaristía se niega a abandonar a Cristo (Jn 6,67-69); cuando corta la oreja a Malco (Jn 18,10-11); cuando se sorprende ante el anuncio de sus negaciones (Lc 22,31-34). Pero hay momentos muy especiales en la vida de Pedro: cuando proclama la divinidad de Cristo y recibe la promesa del Primado (Mt 16,16-19); cuando se le aparece Jesús Resucitado (Lc 24,34); cuando le ratifica en su primado tras la pesca milagrosa (Jn 21,1-17); cuando Cristo le anuncia su martirio (Jn 21,18-23). Tras la Ascensión de Cristo vemos a Pedro junto a los demás Apóstoles en Jerusalén (He 1,13); propone nombrar un sustituto de Judas (He 1,15-22); toma la palabra tras la venida del Espíritu Santo (He 2,14-41) logrando muchas conversiones; sana a un cojo (He 3,1-26); es encarcelado (He 3,1-26); resucita a Tabita (He 9,36-43); vuelve a ser encarcelado y es liberado por un Ángel (He 12,3-19); participa en el Concilio de Jerusalén (He 15,7-11). Según la tradición, tras diversas predicaciones por varios lugares, Pedro es crucificado en Roma el año 64 en la persecución de Nerón, con la cabeza para abajo como crucificaban los romanos a los esclavos, en las colinas Vaticanas.

De Pedro podríamos contemplar muchas cosas, pues en enormemente rico su testimonio en el seguimiento de Cristo, pero vamos a quedarnos con esa alegría joven, apasionada, intensa en la vivencia de su fe en Cristo, cualidad tan importante en la vivencia de la propia fe, característica de todo aquel que cree en la Resurrección del Señor.


1. Entre los múltiples rasgos del ser cristiano brilla con fuerza propia ése que es la alegría en la vivencia de la propia fe. Y no, porque la fe no cueste o porque amar a Dios sea fácil, sino por otros motivos más profundos. Sin duda, el misterio de la Resurrección del Señor se ha convertido para nosotros los creyentes en el argumento más iluminador y radiante de nuestra esperanza cristiana. A partir de la Resurrección de nuestra Cabeza, que es Cristo, todos los miembros de su cuerpo nos sentimos profundamente identificados con ese plan de Dios que se hace presente en este valle de lágrimas, pero que definitivamente se amplia a una eternidad feliz, dichosa, pacífica junto a Dios. Por ello, nosotros los que creemos en Cristo, vivimos est vida con rostro de eternidad, que es el verdadero rostro de la alegría.

Sin la fe en la Resurrección de Cristo, que es también nuestra propia resurrección, la vivencia cristiana no sólo sería imposible, sino más aún absurda plenamente. San Pablo nos recuerda que si Cristo no ha resucitado nuestra fe es vana; por tanto comamos y bebamos que mañana moriremos. Es, pues, incomprensible una vida cristiana que no esté sostenida por la esperanza de la otra vida junto a Dios. Indudablemente en la vida de muchos hermanos nuestros esta fe es débil, preocupante, floja, y ello se traduce por desgracia en una vida sin esperanza, mediocre, desconfiada. Por el contrario, (qué distinta es la vida del que ha hecho del misterio de la Resurrección el alimento que nutre diariamente su vida espiritual, sobre todo, en esos momentos tan difíciles de la existencia que son sus misterios de dolor!

No se exagera, por ello, cuando se dice que el cristianismo es la religión de la alegría. Ahora bien, es importante recordar que la alegría cristiana no es euforia, es decir, una alegría construida desde el exterior, forjada a base de sucesos agradables. Sino interior, es decir, forjada en el alma desde la fe en Dios, desde la esperanza del cielo, desde la certeza del valor salvífico de los pequeños actos realizados en esta vida, desde la verdad de una vida que no tendrá fin. No se puede imaginar, pues, a un cristiano que no tenga rostro de resucitado. Sería terrible para el futuro de la fe cristiana la vida del creyente en Cristo que inspirara desconfianza, tristeza, cansancio, aburrimiento. Estas actitudes alejarían a muchas personas de la fe.

Ahora bien, todo ello no implica que la vida terrena no sea dura y difícil: ahí está la historia de tantos mártires que han dado su vida por Cristo; ahí está el testimonio de tantas personas que reconocen que el seguimiento de Cristo tras su cruz resulta a veces terrible; ahí está esa experiencia de dolor y cruz precisamente por querer vivir con autenticidad la propia fe. Lo que pasa es que a todo ello se une la realidad de que todo tiene sentido y todo tiene un porqué: Dios, el cielo, la eternidad, el amor de los demás, la propia supervivencia, fruto todo ello del misterio de los misterios que es nuestra propia Resurrección. En la primitiva predicación cristiana la Resurrección constituía el argumento por excelencia, porque era verdaderamente la novedad del cristianismo frente a otras religiones o modos de concebir al hombre. Le queremos dar las gracias a Dios por este invento que nos hace comprender la vida de otra manera y no sentirnos como animales destinados a perecer.



2. La figura de S. Pedro es muy rica en cuanto a lecciones de vida cristiana, tal como nos relatan los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles o las mismas cartas escritas por el Apóstol. Sin embargo, vamos a escoger entre tantas enseñanzas y lecciones el estilo propio del Apóstol en el seguimiento de Cristo, caracterizado por el entusiasmo, la alegría, la generosidad, la entrega. A Pedro todo le cautivaba. Tal vez a ese seguimiento de Cristo le faltó en algún momento realismo o valentía, y por ello se sucedieron escenas trágicas como la de las negaciones. Pero por encima de ellas Pedro nos enseña la alegría en el seguimiento de Cristo, alegría que se hizo sólida, fuerte, decidida tras la experiencia de la Resurrección.

ASeñor, )a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna@ (Jn 6, 68). Pedro responde así a la pregunta de Cristo: A)También vosotros queréis marcharos?@ (Jn 6,67). Esta pregunta de Cristo surge en el contexto de aquella promesa de la Eucaristía, ante la cual muchos se escandalizan y abandonan a Cristo. Llama la atención por una parte el entusiasmo de Pedro por Cristo, pues no concibe Pedro una vida sin Cristo; pero llama más la atención la profundidad del porqué de Pedro, quien en esta primera confesión afirma que sólo Cristo puede llenar el corazón en esta vida y en la eternidad. No se trata de una confesión del misterio de la Resurrección, pero sí de una inspiración del Espíritu Santo que pone en labios de Pedro una hermosa verdad: nadie, excepto tú, puede llenar nuestro corazón ahora y siempre. En esta vida tal vez hay realidades o personas que pueden asegurarnos una cierta dicha, pero nadie lo puede afirmar de cara a la eternidad.

ATú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo@ (Mt 16, 16). Ante la pregunta de Cristo a los apóstoles sobre quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre, es Pedro otra vez quien con estas palabras hace una segunda confesión sobre la divinidad de Cristo, inspirado por el Espíritu Santo. Detrás de estas palabras se esconde una verdad maravillosa: Pedro ve en Cristo la realización de la promesa del Padre de amor al hombre y de salvación del género humano. Cristo lo es todo para Pedro, pero no sólo Cristo como persona humana, sino sobre todo Cristo como Dios. De hecho de que le valdría a él estar en esta vida con Cristo si no pudiera tras la muerte compartir una felicidad plena con Él. Al asomarse al misterio de Cristo Dios, Pedro proclama la fe en el más allá. Dios es tan grande que sólo él puede llenar la eternidad. A partir de ahí la vida humana se convierte en un caminar hacia el cielo, es decir, hacia Dios.



AMaestro, bueno es estarnos aquí. Podríamos hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías@ (Lc 9, 33). La experiencia de Cristo Dios ha llegado a su plenitud para Pedro en la escena de la transfiguración. Ha tocado el cielo y quiere quedarse ahí para siempre. Atrás han quedado para él aquellos años de pescador, aquella familia que él había querido fundar, aquella rutina de la vida diaria. Todo aquello era hermoso, pero al lado de esto era poco. De repente Pedro se ha encontrado con el cielo, -la posesión eterna de Cristo-, y ya no le interesa nada más que eso. Ha sido indudablemente un don de Dios esta experiencia, pero de alguna manera ella es también para nosotros un reclamo a saber levantar los ojos por encima de lo cotidiano con sus luchas y victorias, con sus lágrimas y risas, con sus angustias y momentos de paz, hacia Dios que nos garantiza ser todo para nosotros en esta vida por la gracia santificante y en la otra por la posesión plena de su amor.


3. Los cristianos de hoy y de siempre necesitamos mirar más al cielo, viendo en Cristo, el Hijo de Dios, la realización de la promesa del Padre de una eternidad feliz a su lado. Desgraciadamente los avatares de la vida, las prisas del día a día, el materialismo reinante nos impiden con frecuencia esta meditación serena, alegre, rica sobre el cielo. Incluso a veces parecemos seres más comprometidos con las cosas de aquí abajo que con la eternidad. Ello nos ha hecho perder, y más de alguno nos ha acusado de ello, esa cara de resucitados que corresponde a quienes tienen la mayor certeza posible en esta vida: la posesión eterna de Dios por toda la eternidad. Vamos a extraer de estas realidades algunas líneas de comportamiento para nuestra vida diaria.

El rostro de la alegría. La vida humana es un valle de lágrimas y ello nadie lo puede negar por más que se uno de afane en evitarlo. La consecuencia de esta realidad sería un rostro triste, lánguido, apesadumbrado, es decir, una vida sin esperanza y sin horizonte. Sin embargo, el cristianismo pide a sus fieles un rostro de resucitados, un rostro alegre, un corazón sereno, un alma en paz. Evidentemente todo ello tiene que ser interior por encima de todo y consecuencia de algo que de sentido a este caminar por la vida. La respuesta está en la fe en el cielo, es decir, en una vida junto a Dios para siempre que compensa con hartura las lágrimas y las luchas de esta vida terrena. Por lo mismo, tendríamos que vivir en este mundo con el corazón en el cielo; tendríamos que enfrentar cada día de esfuerzo y trabajo con la certeza de un Dios que nos colma en esta vida y nos colmará plenamente en la otra; tendríamos que ser más cada vez hombres de la eternidad. La fe no soluciona un dolor de muelas, pero da fuerza para soportarlo, ofrecerlo y convertirlo en meritorio. Nos pertenece el rostro de la alegría y tenemos que defenderlo a capa y espada.



Libertad y amor. La sola idea de la Resurrección coloca al cristiano ante un reto ineludible: vivir su amor a Dios con verdadera libertad. Aunque Dios sea quien llame, a Dios se le escoge. Hace falta cristianos libres en nuestro mundo, es decir, personas que han escogido a Dios, convencidos de que Dios es lo mejor, porque tristemente hay que decir que muchos cristianos no viven con libertad verdadera su fe. Mas bien, se sienten como oprimidos, limitados, presionados. Ello no puede menos que inducir a un cristianismo mediocre y sin ilusión. Hoy el mundo necesita el testimonio de cristianos convencidos, libres, generosos. De la libertad auténtica brota el amor, es decir, el entusiasmo por Dios, por Cristo, por María, por la Iglesia. Dios no obliga a nadie a amarlo, porque él quiere ser amado libremente, él quiere contar con hijos, él quiere compartir la eternidad con quienes libremente lo deseen. El cielo es la patria de la verdadera libertad, donde todos los salvados reflejarán en sus rostros la libertad auténtica. (Cuánto bien haría al cristianismo el que los cristianos vivieran su fe con libertad de espíritu!

Apostolado. El verdadero apostolado es llevar a los demás la noticia de Cristo Resucitado, dado que en él se concentran todas las esperanzas humanas. Hay a nuestro lado seres humanos que no sólo sufren las consecuencias del mal sea físico o moral, sino que además, y es lo peor, sufren sin esperanza, es decir, sin encontrar sentido a su vida. Por ello se impone el ser apóstoles de la alegría verdadera, combatiendo el mal y el dolor con la esperanza del cielo y de la posesión eterna de Dios. Ningún padre puede regalarle a su hijo nada mejor que su preocupación por acercarle al cielo; ningún amigo puede darle a otro amigo mejor don que el ayudarle a descubrir el sentido de la vida; ningún ser humano puede llevar a cabo obra tan noble como la de acercar a otro ser humano a la comprensión de Dios y de su amor. La sociedad necesita hoy que los cristianos se conviertan en apóstoles de la alegría verdadera, y esa alegría sólo se puede encontrar en la certeza de que vamos a resucitar junto con Cristo nuestra Cabeza.


Conclusión: Con Pedro cerramos la lista de estos hombres, llamados por Cristo a seguirle. Y el mismo Padre se nos convierte en guía en la peregrinación hacia la casa del Padre. Los cristianos, por gracia de Dios, somos los más afortunados en este camino por la esperanza en la posesión eterna de Dios, esperanza que se ha hecho posible en la Resurrección de Cristo. Agradezcamos a Cristo el haber resucitado y el habernos llenado de confianza y alegría en este caminar a lo largo de esta vida, llena de todo, pero especialmente de cruz y de lucha.
Por: P. Juan J. Ferrán

No hay comentarios:

Publicar un comentario