"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 25 de noviembre de 2017

Dios no es Dios de muertos, sino de vivos



Hoy el Señor nos llama a un cuidado de la vida en todas sus expresiones.

Tobías: 3, 1-11. 16-17: “El Dios de la gloria escuchó las súplicas de Sara y Tobit”
Salmo 24:  “A ti, Señor, levanto mi alma”
San Marcos 12, 18-27: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”
 ¿Nos gustaría a nosotros hacerle a Jesús la misma pregunta que le hacen los saduceos? Tenemos muchas dudas sobre lo que hay “más allá, después de la muerte”. Y por más que muchos ahora digan que le hablan a los muertos o que tienen comunicación con los espíritus, siempre quedamos en la ignorancia, sobre lo que hay más allá. Cristo mismo nos asegura que hay resurrección pero no tenemos claro qué podremos encontrar. Nuestras pobres inteligencias se niegan a concebir una vida nueva, diferente, y queremos encasillar la resurrección como en un continuo revivir, reencarnarse, que al final terminaría en una vida monótona, sin novedad. Cristo nos dice que tendremos vida en plenitud, no que viviremos como cadáveres. Habrá una comunicación con nuestro Dios y una participación de su amor que nos hará vivir a todos como hermanos.
Si ya desde el Antiguo Testamento se vislumbraba esta vida en el más allá, como nos lo muestra el pasaje de Tobías que busca respeto para los muertos, con la propuesta de Jesús aparece más claro. Esta enseñanza de ningún modo nos debe excusar de un trabajo serio y comprometido con la realidad, sino todo lo contrario: quien tiene fe en la Resurrección de Jesús, se une íntimamente a Él, y se compromete seriamente por la vida en todos sus sentidos. Es triste el ambiente de muerte que propiciamos al destruir la naturaleza; es increíble la dureza del corazón que debemos tener, cuando somos capaces de destruir la vida desde el vientre, o en la ancianidad, con el pretexto de que “estorban o no son productivos”. Hoy el Señor nos llama a un cuidado de la vida en todas sus expresiones.
 La vida en tu persona que no debes destruir con el alcohol, con las drogas, con los excesos; la vida de los demás que debes cuidar y preservar; la vida de la naturaleza que al final de cuentas da vida al hombre. ¿Somos cuidadores de la vida o somos pregoneros de muerte?
Por: Mons. Enrique Diaz, Obispo de la Diócesis de Irapuato




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viernes, 24 de noviembre de 2017

¿Un buen lugar para orar? El templo de tu corazón



Una buena lección de San Ignacio de Antioquía.

«Sois piedras de un templo, preparadas de antemano para un edificio de Dios el Padre, siendo elevadas hacia lo alto por medio del instrumento de Jesucristo, que es la Cruz, y usando como cuerda el Espíritu Santo; en tanto que la fe es vuestra polea, y el amor es el camino que lleva a Dios. Así pues, todos sois compañeros en el camino, llevando a vuestro Dios y vuestro santuario, vuestro Cristo y vuestras cosas santas, adornados de pies a cabeza en los mandamientos de Jesucristo. […] Y orad sin cesar por el resto de la humanidad (los que tienen en sí esperanza de arrepentimiento) para que puedan hallar a Dios» (San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 9 y 10).
Acabo de tener la oportunidad de estar en un campamento con 55 niños españoles entre 9 y 11 años. Fue una experiencia maravillosa y refrescante. Además de disfrutar de cada una de las actividades con ellos durante esos días, pude volver a comprobar que los niños llegan a ser pequeños maestros de vida con sus comentarios y acciones cargados de inocencia. Y mientras preparaba este artículo me vino a la mente una respuesta que me dio Javier en uno de esos días.

Habíamos tenido un día muy hermoso y le pregunté a Javi si había ido a agradecer a Jesús por el día en la capillita del campamento. Su respuesta fue un no, pero acompañado de una sonrisa. Me intrigó y por eso volví a la carga: «Pero, ¿de qué te ríes? No crees que a Jesús le gustaría que le agradecieras todo lo que te dio hoy?». Su respuesta fue una pequeña bofetada de guante blanco: «¡Claro que sí, padre! Pero no había tenido tiempo de ir a la capillita, por lo que ya le había agradecido en mi corazón a Jesús por todo. Pero ahora mismo voy a decírselo también en persona». Menos mal que se fue corriendo y no volvió la vista; hubiese visto un sonrojo de vergüenza pintado en mi cara…

Javi me enseñó en esa ocasión algo que San Ignacio de Antioquía reafirma en el texto que preside este artículo: que Dios está siempre en el corazón de quienes lo acogen. El Santo habla de ser «templos de Dios», «portadores» suyos. ¿Nos damos cuenta de la grandeza que eso supone? Dios siempre nos acompaña, nos ve, nos anima, nos abraza. En ningún momento se separa de nosotros… siempre y cuando nosotros no le cerremos las puertas con el pecado. E incluso si lo hacemos, Él está ahí, esperando a que le volvamos a encontrar con la confesión y dispuesto a perdonar cualquier cosa con tal de morar de nuevo en nuestro interior.

¿Y tiene esto importancia para nuestra oración? ¡Yo diría que es básico! Si esto es verdad –y lo es– significa que podemos orar en cualquier circunstancia, en cualquier momento, estemos donde estemos: en el trabajo, en la cocina, en el colegio, jugando, escribiendo, leyendo este artículo, etc. Siempre podemos elevar el corazón y hablar con Quien lo habita. De esta manera, aunque la Eucaristía sea efectivamente el lugar apropiado para hacer oración (y lo recomiendo muy vivamente) no será absolutamente indispensable o necesario tener que acudir a una iglesia para orar. Tú mismo eres templo de Dios, teóforos (para usar el término de San Ignacio). Ahí, en el santuario de tu corazón puedes adorarle, hablarle y tratar con Él.

Otra consecuencia de esta certeza es que también nos permite sabernos “compañeros de camino” unos con otros. Tú, que lees estas líneas, eres templo del mismo Dios que habita mi alma. Por eso mi oración te enriquece también a ti y la tuya nos enriquece a todos. Mi oración deja de ser sólo “mía” y se convierte en “nuestra”; deja de ser sólo un diálogo con “mi” Dios y se convierte en un diálogo de todos con “nuestro” Dios.
«No sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?». Esta rotunda frase de San Pablo en la primera carta a los corintios (6, 19) es el leitmotiv de la oración del cristiano. San Ignacio lo sabía… y presiento que el buen Javi lo intuye. Después de todo, sólo el corazón inocente, como el de los niños, es capaz de percibir esa Presencia Amorosa en nuestro interior.
Por: P. Juan A. Ruiz | Fuente: www.la-oracion.com




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jueves, 23 de noviembre de 2017

¿Cómo alcanzar la paz interior?



Es una de las preguntas que escucho con más frecuencia

A veces nos sentimos insatisfechos con nosotros mismos. Tenemos la sensación de que no encajan las piezas del rompecabezas; que no están bien ensambladas mi identidad, mi vida íntima y mi comportamiento. La conciencia reclama y dice que algo anda mal.

Esto puede tener diversas causas. Entre otras, sucede cuando una persona se comporta de una manera que no corresponde a la propia verdad, sea por incoherencia, sea para dar una apariencia falsa de sí mismo.
Para tener armonía, el ser y el obrar deben encajar
Para ser una persona en armonía, de una sola pieza, es necesario que encajen el ser y el obrar. Una persona madura es aquella que se comporta conforme a lo que es. Y cuando hablo de ser y de identidad me refiero a lo básico, a lo más profundo de nosotros mismos: nuestra condición de creaturas, de hijos de Dios, de cristianos.

Conversando sobre este tema con un hermano sacerdote, el P. John Hopkins, L.C., me hizo un dibujo que me gustó y al que luego hice ciertas adaptaciones:

* La fachada es aquello que queremos que los demás vean y piensen de nosotros.

* La puses aquello que si bien es verdad, preferimos esconderlo, pues reconocemos que estamos mal.

* El corazón es nuestra identidad, nuestra verdad más profunda. Lo que somos a los ojos de Dios.


Leí hace tiempo un cuento:

Un viejo indio Cherokee le habló a su nieto sobre una batalla que se libra en el interior de las personas. Le dijo: "Hijo mío, la batalla es entre dos lobos que llevamos dentro. Un lobo es el pecado: la rabia, la impaciencia, la decepción, el rencor, el resentimiento, el odio, el orgullo, el deseo de venganza, el ego, el orgullo. El otro lobo es el bien: es el perdón, la misericordia, la paz, el respeto, la esperanza, la bondad, la compasión, la confianza, la humildad, el amor..." El niño se quedó pensando y luego le preguntó a su abuelo: "Abuelo, ¿cuál lobo gana la batalla?" El anciano le respondió: "Aquél al que tú alimentas."

Si queremos vivir en armonía, ser personas de profunda paz interior y que irradien paz a su alrededor, debemos alimentar el corazón.
¿Con qué? Con los sacramentos y la oración. Cuidar la vida de gracia para que sea la presencia de Dios en nosotros la fuente de paz interior. Y cuidarla significa buscarla y dejarla actuar. Dejar actuar a Dios dentro del corazón, dar espacio a la labor silenciosa de la gracia divina, que vence nuestras resistencias y cura nuestras llagas.

"El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel". (Mt 13, 44)

Así es la gracia en nuestra vida. Un tesoro escondido por el que valdría la pena venderlo todo, porque todo nos lo da. La semana pasada celebramos la fiesta de la conversión de San Pablo. El recuerdo de Saulo de Tarso nos anima a confiar en el poder de la gracia acogida, consentida y correspondida por nuestra voluntad libre. En las vísperas celebradas por S.S. Benedicto XVI en la basílica de San Pablo Extramuros, el Santo Padre decía:

"Tras el evento extraordinario que sucedió en el camino de Damasco, Saulo, quien se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del evangelio de Jesucristo. En la historia de este extraordinario evangelizador, es claro que tal transformación no es el resultado de una larga reflexión interior y menos el resultado de un esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de la gracia de Dios que ha actuado conforme a sus inescrutables caminos. Por esto Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto unos años después de su conversión, dice, como hemos escuchado en la primera lectura de estas Vísperas: "Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí." (I Corintios 15:10). Por otra parte, examinando cuidadosamente la historia de san Pablo, se comprende cómo la transformación que ha experimentado en su vida no se limita al plano ético --como una conversión de la inmoralidad a la moralidad--, ni al nivel intelectual --como cambio del propio modo de entender la realidad--, sino más bien se trata de una renovación radical de su ser, similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal transformación tiene su base en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se presenta como un proceso gradual de configuración con Él. A la luz de esta conciencia, san Pablo, cuando luego sea llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del evangelio por él anunciado, dirá: "Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20)."

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica nos confirma que:

"Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas: "Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece" (Flp 2,13). Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza. Sacada de la nada por el poder, la sabiduría y la bondad de Dios, no puede nada si está separada de su origen, porque "sin el Creador la criatura se diluye"; menos aún puede ella alcanzar su fin último sin la ayuda de la gracia". (CIC, 308)


Como escribía al inicio del artículo, las causas de nuestro desasosiego interior pueden ser muchas. Sabemos que existen asimismo elementos humanos que contribuyen a la paz interior y que si Dios quiere podremos tratar más adelante. Quedémonos hoy con el gusto de haber reflexionado en lo que Dios puede hacer con nosotros, por medio de su gracia, si sabemos alimentarnos de ella.
Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com




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miércoles, 22 de noviembre de 2017

Los talentos



¿Qué hacemos con nuestros dones?

No creo que la parábola de los talentos, (Mateo 25, 14-30; Lucas 19,11-28), se relacione con el mundo financiero. Ni creo que se preste a una utilización pedagógico-moral, en el sentido de que hay que negociar con los talentos, las capacidades, la inteligencia y la voluntad. Porque pienso que aquí no se trata de dones naturales y mucho menos de dones materiales. Mas bien me parece que Cristo se refiere a aquellas riquezas sobrenaturales que Él mismo nos ha dejado al irse. El oro, las riquezas son sus dones, sus gracias.

Con esto no queremos decir que un artista no deba desarrollar su genio y que cada uno de nosotros no deba hacer funcionar la fantasía y poner a trabajar las capacidades naturales de las que está dotado. Pero no es necesario referirse a la parábola para llegar a estas conclusiones de sentido común.

Aquí se trata del hombre nuevo, del hombre redimido en Cristo. Se trata de su capacidad de aprovechar y hacer trabajar los dones recibidos: su fe, su esperanza, su caridad, su apertura a la palabra de Dios, su vida de oración, su disponibilidad al Espíritu, su amor mismo que caracteriza nuestra relación con Cristo.

Y la pregunta es, entonces: ¿Qué hemos hecho? ¿Y qué estamos haciendo? ¿Dónde hemos sembrado la palabra, a quién hemos contagiado con nuestra fe, a que personas hemos puesto en pie con nuestra esperanza, cuánto amor y amistad hemos dado, de qué actos de coraje nos hemos hecho protagonistas bajo la fuerza del Espíritu?

Cualquier ambiente puede convertirse en lugar donde “se negocie” este oro, estos dones. Hasta los bancos - en la parábola se dice preci-samente que hay que dirigirse a los banqueros. Sí, un cristiano puede y debe entrar también en un banco. Para difundir la palabra, para dar testimonio, naturalmente. No para depositar lingotes de oro. No existen situaciones y lugares cerrados a la presencia cristiana.

El espectáculo más deprimente es el que ofrece un cristiano que esconde su talento, que enmascara su fe, disimula su pertenencia a Cristo, sepulta la palabra sofocándola bajo un montón de palabrería, no la deja convertirse en vida, en amor, en grito de justicia y de verdad.

No se trata de guardar, sino de sembrar. La rendición de cuentas ha de hacerse sobre los frutos. No es cuestión de una simple restitución. El dinero guardado intacto se convierte en motivo de condenación, no en elemento de salvación.

Ningún cristiano puede presentarse ante su Señor y decir, como el siervo negligente y holgazán: “Aquí tienes lo tuyo. No lo he tocado para nada. No lo he malversado”. El discípulo fiel tiene que anunciar: “Ha cambiado todo gracias a tu don. Lo tuyo se ha hecho mío, se ha hecho nuestro, se ha hecho de todos”.

Y el “y escondí en tierra tu talento”” ¿acaso no es el miedo al riesgo, el riesgo de creer, el riesgo de luchar, el riesgo de trabajar por el Reino y, sobre todo, el riesgo de amar? Quien ama tiene derecho a exigir mucho. Dios tiene derecho a pedir riesgo, coraje, responsabilidad.

La relación con Dios no es una relación servil, reducida a una miserable contabilidad de números. Siendo una relación de amor, la contabilidad puede ser solamente desproporcionada y ajena a los cálculos razonables.

Queridos hermanos, el Evangelio de hoy nos pide no esperar la vuelta del Señor cruzados de brazos, sino nos invita a trabajar fielmente con los dones recibidos, para que produzcan frutos abundantes, maravillosos. Cuidémonos, por eso, de no ser descalificados al final de nuestra vida por el Juez Divino como siervos flojos, inútiles, cobardes o indiferentes.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer




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martes, 21 de noviembre de 2017

Jesús en nuestro camino



¿A qué te compromete caminar con Jesús?

Dios continúa llamando a lo largo de toda la historia. Dios continúa haciéndose camino: JESUS ES NUESTRO CAMINO.

"Con la vivacidad que es propia de tus años, con el entusiasmo generoso de tu corazón, caminemos al encuentro de Cristo: sólo El es el camino, la verdad y la vida; sólo El es la solución de todos tus problemas; sólo El es la verdadera salvación del mundo, sólo El es la esperanza de la humanidad"

Con el Nuevo Testamento y, si es posible, de modo personal, en lugar silencioso y como enfrentándose cara a cara la palabra de Jesús, leer con calma y sin prisa algunos pasajes en que Jesús se hace camino.

1. Mt 19, 16-30: La respuesta al joven rico

"Se acercó a Jesús uno y le dijo: Maestro ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? El le dijo: ¿por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es bueno: si quieres entrar en la vida guarda los mandamientos... Dijo el joven: todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Dijo Jesús: si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, tendrás así un tesoro en el cielo, y ven y sígueme. Al oír esto, el joven se fue triste porque tenía muchos bienes...

Los discípulos se quedaron estuperfactos y dijeron: ¿quiénes, pues, podrán salvarse? Mirándolos, Jesús les dijo: para los hombres, imposible, más para Dios todo es posible"


2. Lc 5,1-11: El encuentro con Pedro y sus compañeros

Un día subió Jesús a la barca de Simón y le dijo: "rema mar adentro y echa las redes para pescar" Simón respondió: Maestro, hemos estado toda la noche trabajando sin pescar nada; pero ya que tu me lo mandas, echaré las redes, Así lo hicieron, y pescaron peces, que las redes amenazaban con romperse...

Tanto él como sus ayudantes estaban pasmados de la pesca que acaban de hacer. Lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, compañeros de Simón.

Pero Jesús dijo a Simón: "no temas, desde hoy en adelante, serás pescador de hombres"

Entonces llevaron sus barcas a tierra, lo dejaron todo y le siguieron.


3. Lc 19,1-10: "Baja que quiero hospedarme en tu casa"

"Había allí un hombre llamado Zaqueo. Hacía por ver a Jesús, pero a causa de la muchedumbre no podía, porque era de poca estatura. Corriendo adelante, se subió a un sicómoro para verle, pues había de pasar por allí. Cuando llegó a aquel sitio, Jesús, levantó los ojos y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa, el bajó a toda prisa y le recibió con alegría... Dijo a Jesús: hoy ha venido la salud a tu casa"


4. Lc 4,1-45 "Encuentro con la samaritana

Jesús fatigado del camino, se sentó junto a la fuente. "Llega una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dice: "dame de beber"... Le dice la mujer samaritana: "¿cómo tu, siendo judío, me pides de beber a mi, mujer samaritana?" Porque no se tratan judíos y samaritanos. Le respondió Jesús y dijo: si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: dame de beber, tu le pedirías a El y El te daría a ti agua viva".

Sin programas, con el pretexto de un poco de agua para beber, Jesús ha llamado y ha tenido una respuesta.

Una VIDA ha entrado en otra vida.

La samaritana ha creído en El y ha dejado que su llamada fuera abriendo nuevos caminos. Jesús ha entrado en su vida y, con su amor, la ha caminado.

Quien se encuentra con Jesús, encuentra en Él un CAMINO, un modo nuevo e insospechado de vida una invitación y una ayuda para seguirlo.

También hoy y cada uno de nosotros puede experimentar este encuentro con Jesús.

¿A qué te compromete caminar con Jesús?

¿Qué situaciones, qué cosas, qué estilo de vida debería dejar para caminar como Abraham, Samuel, Zaqueo, Pedro, la Samaritana?
Por: Pbro. Luis Santiago Flores Lucio | Fuente: www.iglesiapotosina.org




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