Un escueto suceso bastó para grabar a
fuego cómo son los espíritus verdaderamente grandes
Stefan Zweig relata en su autobiografía
una interesante anécdota sucedida durante su estancia en París, en 1904. Por
entonces, él no era más que un joven principiante de 23 años, pero tenía la
suerte de coincidir de vez en cuando con algunos de los más famosos escritores
y artistas de su tiempo. El trato con algunos de esos grandes hombres le estaba
resultando de gran provecho, pero –según cuenta el propio Zweig– todavía estaba
por recibir la lección decisiva, la que le valdría para toda la vida.
Fue un regalo del azar. Surgió a raíz de una apasionada conversación en casa de
su amigo Verhaeren. Hablaban sobre el valor de la pintura y la escultura del
momento, y su amigo le invitó a acompañarle al día siguiente a casa de Rodin,
uno de los artistas entonces más prestigiosos. En aquella visita, Zweig estuvo
tan cohibido que no se atrevió a tomar la palabra ni una sola vez.
Curiosamente, ese desconcierto suyo pareció complacer al anciano Rodin, que al
despedirse preguntó al joven escritor si quería conocer su estudio, en Meudon,
y le invitó a comer allí con él.
Había recibido la primera lección: los
grandes hombres son siempre los más amables.
La segunda lección fue que los grandes
hombres casi siempre son los que viven de forma más sencilla. En casa de ese
hombre, cuya fama llenaba el mundo y cuyas obras conocía toda su generación
línea por línea, como se conoce a los amigos más íntimos, en esa casa se comía
con la misma sencillez que en la de un campesino medio. Esa sencillez infundió
ánimo al joven escritor para hablar con desenvoltura, como si aquel anciano y
su esposa fueran grandes amigos suyos desde hacía años.
La siguiente lección surgió cuando el anciano le condujo a un pedestal cubierto
por unos paños humedecidos que escondían su última obra. Con sus pesadas y
arrugadas manos retiró los trapos y retrocedió unos pasos. Al mostrar la
imagen, advirtió un pequeño detalle que corregir. "Sólo aquí, en el
hombro, es un momento". Pidió disculpas, tomó una espátula y con un trazo
magistral alisó aquella blanda piel, que respiraba como si estuviera viva.
Luego retrocedió unos pasos. "Y aquí también", murmuró. Y de nuevo
realzó el efecto con un detalle minúsculo. Avanzaba y retrocedía, cambiaba y
corregía. Trabajaba con toda la fuerza y la pasión de su enorme y robusto
cuerpo. Así transcurrió cerca de una hora. Rodin estaba tan absorto, tan sumido
en el trabajo, que olvidó por completo que detrás de él estaba un joven
silencioso, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, feliz de poder
observar en pleno trabajo a un maestro único como él. Zweig había visto
revelarse el eterno secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra
humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los
sentidos. Había aprendido algo para toda la vida.
Este escueto suceso bastó para grabar a fuego en aquel joven estudiante cómo
son los grandes hombres, los espíritus verdaderamente grandes. Su humildad y su
capacidad de trabajo son algo muy lejano de lo que suele verse en muchas
personas que se creen grandes pero son sólo menospreciadores de los demás,
personajes revestidos de una torpe altanería que les hace considerarse
habitantes de sublimes soledades, hombres fatuos que se manejan por la vida
como si sólo ellos fueran almas elegidas e inteligentes. Esa suficiencia de
oficinista, al estilo de "usted no sabe quién soy yo", es lo
contrario de la auténtica autonomía de juicio de los grandes hombres, que nunca
va acompañada de menosprecio por el prójimo, y que cuando habla de la estupidez
humana sabe bien que él tampoco es inmune a ella, sino que algunas veces será
más inteligente y otras más tonto que quien tiene al lado.
Por: Alfonso Aguiló Pastrana | Fuente: www.fluvium.org
SIEMPRE SE HA DICHO: “A
NADIE LE AMARGA UN DULCE”
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