Viernes primera semana Cuaresma. Nuestro
amor a los demás será la mejor ofrenda a Dios.
Toda la Cuaresma, con su constante
invitación a la conversión, es un hermoso recordatorio de cómo Dios nuestro
Señor nos quiere, a todos y cada uno de nosotros, plenamente santos,
absolutamente santos. "Purifíquense de todas sus iniquidades, renueven su
corazón y su espíritu, dice el Señor".
La ley de santidad, que nos exige y que nos obliga a todos, se convierte en un
imperativo al que nosotros no podemos renunciar. Pero seríamos bastante
ingenuos si esta ley de santidad pretendiéramos vivirla alejados de lo que
somos, de nuestra realidad concreta, de los elementos que nos constituyen, de
las fibras más interiores de nuestro ser. Seríamos ingenuos si no nos
atreviéramos a discernir en nuestra alma aquellas situaciones que pueden estar
verdaderamente impidiendo una auténtica conversión. La conversión no es
solamente ponerse ceniza, la conversión no es guardar abstinencia de carne, no
es sólo hacer penitencias o dar limosnas. La conversión es una transformación
absoluta del propio ser.
"Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la
rectitud de la justicia, él mismo salva su vida si recapacita y se aparta de
los delitos cometidos; ciertamente vivirá y no morirá".
Esta frase del profeta Ezequiel nos habla de la necesidad de llegar hasta los
últimos rincones de nuestra personalidad en el camino de conversión. Nos habla
de la importancia de que no quede nada de nosotros apartado de la exigencia de
conversión. Y si nosotros quisiéramos preguntarnos cuál es el primer elemento
que tenemos que atrevernos a purificar en nuestra vida, el elemento fundamental
sin el cual nuestra existencia puede ver truncada su búsqueda de santidad, creo
que tendríamos que entrar y atrevernos a examinar nuestros sentimientos.
¡Cuántas veces son nuestros sentimientos los que nos traicionan! ¡Cuántas veces
es nuestra afectividad la que nos impide lograr una real conversión! ¡Cuántos
de nosotros, en el camino de santidad, nos hemos visto obstaculizados por algo
que sentimos escapársenos de nuestras manos, que sentimos írsenos de nuestra
libertad, que son nuestros sentimientos! Los sentimientos, que son una riqueza
que Dios pone en nuestra alma, se acaban convirtiendo en una cadena que nos
atrapa, que nos impide razonar y reaccionar; nos impiden tomar decisiones y
afirmarnos en el propósito de conversión. La penitencia de los sentimientos es
el camino que nos tiene que acabar llevando en todas las Cuaresmas, más aún, en
la Cuaresma continua que tiene que ser nuestra existencia, hacia el encuentro
auténtico con Dios nuestro Señor.
Jesucristo, en el Evangelio, nos habla de la importancia que tiene el ser
capaces de dominar nuestros sentimientos para poder lograr una auténtica
conversión. La Antigua Ley hablaba de que el que mataba cometía pecado y era
llevado ante el tribunal, pero Cristo no se conforma simplemente con esto;
Cristo va más allá en lo que tiene que ir haciendo plena a la persona.
Jesucristo nos invita, como parte de este camino de conversión, a la
purificación de nuestros sentimientos, a la penitencia interior cuando nos
dice: "Todo el que se enoje con su hermano, será llevado hasta el
tribunal".
En cuántas ocasiones nosotros buscamos quién sabe qué mortificaciones raras y
andamos pensando qué le podríamos ofrecer al Señor, y no nos damos cuenta de
que llevamos una penitencia incorporada en nosotros mismos a través de nuestros
sentimientos. No nos damos cuenta de que nuestros sentimientos se convierten en
un campo en el que nuestra vida espiritual muchas veces naufraga.
¡Cuántas veces nuestros anhelos de perfección se han visto carcomidos por los
sentimientos! ¡Cuántas veces el interés por los demás, porque los demás
crezcan, por ayudar a los demás, se ha visto arruinado por los sentimientos!
¡Cuántas veces un deseo de una mayor entrega, un interés por decirle a Cristo
«sí» con más profundidad, se ha visto totalmente apartado del camino por culpa
de los sentimientos! No porque ellos sean malos, porque son un don de Dios, y
como don de Dios, tenemos que hacerlos crecer y enriquecernos con ellos. Pero,
tristemente, cuántas veces esos sentimientos nos traicionan. Nuestra
conversión, para que sea verdadera, para que sea plena, tiene que aprender a
pasar por el dominio de nuestros sentimientos. Y para lograrlo, la gracia tiene
que llegar tan hondo a nuestro interior, que incluso nuestros sentimientos se
vean transfigurados por ella.
¿Cuál es el camino para esto? El camino es el examen: "Si cuando vas a
poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene
una queja contra ti [...]". Entrar constantemente dentro de nosotros
mismos y vigilar nuestra alma es el camino necesario, ineludible para poder
llegar a vivir esta penitencia de los sentimientos. Es el camino del cual no
podemos prescindir para tener bien dominada toda esa corriente que son los
sentimientos, de manera que no perdamos nada de la riqueza que ella nos pueda
aportar, pero tampoco nos dejemos arrastrar por la corriente, que a veces puede
llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.
Para entrar en nosotros es necesario que la memoria y el recuerdo se
transformen como en un espejo en el cual nuestra alma está siendo examinada,
percibida constantemente por nuestra conciencia, para ver hasta qué punto el
sentimiento está enriqueciéndome o hasta qué punto está traicionándome. Hasta
qué punto el sentimiento está dándome plenitud o hasta qué punto el sentimiento
me está atando a mí mismo, a mi egoísmo, a mis pasiones, a mis conveniencias.
Vigilar, estar atentos, recordar, pero al mismo tiempo, es fundamental que el
camino de conversión no simplemente pase por una vigilancia, que nos podría
resultar obscura y represiva, sino es necesario, también, que el camino de
conversión pase por un enriquecimiento. Si alguien tendría que tener unos
sentimientos ricos, muy fecundos, ése tendría que ser un cristiano, tendría que
ser un santo, porque solamente el santo -el auténtico cristiano- potencia toda
su personalidad impulsado por la gracia, para que no haya nada de él que quede
sin redimir, sin ser tocado por la Cruz de Cristo.
Cristo, cuando está hablando a los fariseos les dice: "Si su justicia no
es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de
los Cielos". No podemos quedarnos con una justicia del «no harás», tenemos
que buscar una justicia del «hacer», del llevar a plenitud, del
enriquecimiento, que es parte de nuestra conversión. Y en este sentido, tenemos
que estar constantemente preguntándonos si ya hemos enriquecido todos nuestros
sentimientos: el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, la sensibilidad;
todos los sentimientos que nosotros podemos tener de justicia, de interés, de
preocupación; todos los sentimientos que podemos tener de acercamiento a los
demás, de percepción de las situaciones de los otros. ¿Hasta qué punto nos estamos
enriqueciendo buscando cada día darle más cercanía a la gracia de Cristo?
Dice el salmo: Perdónanos Señor y viviremos. En estas tres palabras
podríamos encerrar esta penitencia de los sentimientos. Que el Señor nos
perdone, es decir, que nos purifique. Llegar a limpiar los sentimientos de todo
egoísmo, de toda preocupación por nosotros mismos, de toda búsqueda interesada
de nosotros. Pero no basta, hay que vivir de ese perdón; de esa purificación
tiene que nacer la vida y tiene que nacer un enriquecimiento nuestro y de los
demás.
El camino de conversión es difícil, exige una gran apertura del corazón, exige
estar dispuestos, en todo momento, a cuestionarnos y a enriquecernos. Hagamos
de la Cuaresma un camino de enriquecimiento, un camino de encuentro más
profundo con Cristo, un camino en el que al final, la Cruz de Cristo haya
tocado todos los resortes de nuestra personalidad.
Por: P. Cipriano Sánchez LC
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