La virtud de la religión tiene sus
raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.
La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el
respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y
gobierno de todas las cosas.
1. Raíces de la virtud de la religión
La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en
el amor.
Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del
cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su
propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios;
en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el
reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la
entrega total a su servicio (devoción).
Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios
tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este
aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.
La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia
creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”,
ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial
dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de
la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho
de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto
consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al
subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).
La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la
justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la
constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido»
(Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios
no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el
Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En
consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de
corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su
agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece
así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.
2. La religión y las virtudes teologales
Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y
amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto
directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los
medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr.
S.Th., II-II, 81, 5c).
Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en
sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en
que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al
hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus
sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende
entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después
el culto (cfr. A. Günthör, 329).
En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma
de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino
sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa
de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a
la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S.
Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad»
(S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en
Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza
de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la
suya por la caridad.
Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la
religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum.
La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo,
con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y
el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios
y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función
real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.
Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la
religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad,
pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la
caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece
por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th.,
II-II, 82, 2, ad 2).
3. La función ordenadora y unificadora de la religión
Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en
realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de
ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son
imperadas por ella. Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se
identifican (cfr. S.Th., II-II, 81, 8), y que la religión tiene la preeminencia
entre todas las virtudes morales (cfr. S.Th., II-II, 81, 6).
La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud
más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya
comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de
Dios» (1 Co 10, 31; cfr. Col 3, 17). Mientras la caridad convierte la vida
moral en amorosa donación a Dios, la virtud de la religión le confiere el
carácter cultual, la convierte en culto a Dios.
El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su
vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es su culto espiritual
(cfr. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio
Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal
y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se
realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con
paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios
por Jesucristo (cfr. 1 P 2,5)» (Lumen Gentium, 34).
La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica
en la vida de la persona: dirige todos los aspectos de su actividad a la gloria
de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a
vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo
así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su
relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través
del hombre.
La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad.
El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad,
exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor,
como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cfr. Mt 12,
1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más
la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con
frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su
voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante
de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus
tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).
4. Los actos específicos de la virtud de la religión
La dimensión fundamental de la virtud de la religión es la interior: «Dios es
espíritu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,
24). Esta dimensión interior consiste, sobre todo, en la oración (v), por la
que el hombre adora, agradece, implora perdón y pide todo tipo de bienes a
Dios, y en la devoción.
La devoción (de devovere, entregarse) consiste en la voluntad de entregarse
plenamente al servicio de Dios. Se acrecienta por la meditación de la bondad de
Dios y por el conocimiento propio. Cuando la persona considera el amor de Dios
y todos sus beneficios, se enciende el amor hacia Él, y este amor es la causa
de la devoción. «Nada nos induce tanto a amar a alguien como experimentar el
amor que a nosotros nos tiene» (Contra gentes, IV, 54). El amor de Dios se hace
especialmente visible en la Humanidad de Cristo. De ahí que la meditación de la
vida de Cristo sea lo que más excite nuestra devoción (cfr. S.Th., II-II, 82,
3, ad 2). A la vez, la reflexión sobre los propios defectos y pecados, lleva a
la persona a buscar la ayuda de Dios y su misericordia, evitando así la
presunción, que impide someterse a Dios (cfr. S.Th., II-II, 82, 3c).
Pero la persona humana, por ser espíritu encarnado, debe manifestar su
reverencia a Dios con actos exteriores: palabras, obras, gestos (culto), que,
por una parte, expresan la entrega interior y, por otra, excitan o mueven a la
mente a practicar los actos espirituales con los que se une a Dios, pues el
alma necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las
cosas sensibles (cfr. S.Th., II-II, 81, 7c).
El desprecio de la dimensión exterior de la religión en aras de la pureza
espiritual manifiesta, casi siempre, el desconocimiento de la naturaleza
humana, y suele apoyarse en concepciones antropológicas espiritualistas que, en
el fondo, niegan la bondad de lo corporal, y tienen como consecuencia la
destrucción misma de la religión. Pero a la vez, los actos externos de
religión, si no están vivificados por su dimensión interna, son vacíos: «Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15,
8).
Entre los actos exteriores de la religión, suelen señalarse los siguientes: la
adoración, el sacrificio, el voto, las promesas (ver CEC, 2101-2103) y el
juramento (ver CEC, 2150-2155).
El culto que el hombre tributa a Dios alcanza su plenitud en la Eucaristía. En
ella, los cristianos, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu
Santo, pueden dar al Padre todo el honor y toda la gloria. El alma de este
culto espiritual es el mismo Espíritu Santo. En ella se cumplen las palabras de
Cristo: «Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
El cristiano que participa en la Santa Misa –centro y raíz, fuente y culmen de
toda la vida cristiana- participa sacramentalmente de la muerte y resurrección
de Cristo; entrega su vida con Él; adora a Dios a través de Él; le da gracias,
implora su perdón y le pide todo tipo de bienes, a través de la oración de
Cristo. A partir de ahí, toda su vida puede y debe convertirse en un culto
espiritual a Dios.
Si la virtud de la religión, como hemos visto, exige una vida moral coherente,
ésta solo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la
Eucaristía. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos
se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el
encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y
ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística,
está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros» (Deus Caritas est,
14).
5. Pecados contra la virtud de la religión
Uno de los problemas más graves de nuestra época es el ateísmo, que rechaza la
existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la
autonomía humana, y que adopta formas diversas, como el materialismo práctico o
el humanismo ateo. Está muy extendido también el agnosticismo, que, aunque no
niega o no se pronuncia sobre la existencia de Dios, equivale con mucha
frecuencia a un ateísmo práctico (cfr. CCE, 2123-2128).
En el ámbito de la vida pública, el ateísmo y el agnosticismo se manifiestan en
el laicismo, entendido como la voluntad de prescindir de Dios en la ordenación
de la vida cultural, social y política, y en la pretensión de construir una
sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios
ni aspiración trascendente alguna, fundada únicamente en los recursos
materiales y orientada casi exclusivamente al goce de los bienes de la tierra.
Otros pecados contra la virtud de la religión son: la superstición, desviación
del culto debido al Dios verdadero, que se expresa también bajo las formas de
adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en
tentar a Dios con palabras o hechos; el sacrilegio, que profana a las personas
y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; la simonía, que intenta comprar
o vender realidades espirituales; la blasfemia, que consiste en injuriar a
Dios, la Virgen o los santos; y la idolatría, que diviniza a un ser creado, el
poder, el dinero, e incluso al demonio (cfr. CCE, 2110-2122).
Bibliografía
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2095-2132; 2142-2188.
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 80-100.
E. AMANN, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12.
A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, II, Paoline,
Cinisello Balsamo (Milano) 51988, 321-525.
O. LOTTIN, L’âme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; ÍD., La
définition classique de la vertu de la religion, «Ephemerides theologicae
lovanienses» 24 (1948)
Por: Tomás Trigo | Fuente:
www.unav.es
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