Respeto, solemnidad y
gozo
Así como decimos que el rostro es el
espejo del alma, podemos decir también que la actitud corporal manifiesta lo
que hay en nuestro corazón
El ser humano es una unidad de cuerpo y alma. Con la totalidad de lo que
somos, hemos de tributar a Dios el “culto razonable”: la alabanza al Padre, por
la mediación de Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo. La celebración de
la Santa Misa constituye el “sacrificio de alabanza” por excelencia. Por ello,
no podemos participar de cualquier modo en la celebración eucarística, sino que
nuestra actitud, interna y externa, ha de ser la propia de quienes reconocen la
grandeza de Dios, la majestad de su Gloria.
La pureza interior, la humildad y la devoción, la fe conmovida ante el misterio
de Dios son disposiciones del corazón; pero estas disposiciones se
transparentan exteriormente. Así como decimos que el rostro es el espejo del
alma, podemos decir también que la actitud corporal manifiesta lo que hay en
nuestro corazón.
Si una persona que no compartiese nuestra fe asistiese ocasionalmente a una
celebración de la Santa Misa, ¿cuál sería su impresión? ¿Podría sospechar, por
la piedad del sacerdote, que realmente aquel hombre está prestando a Jesucristo
su voz, sus manos, sus gestos, para que se actualice sobre el altar el
Sacrificio del Calvario? ¿Podría intuir, contemplando a los fieles, que
verdaderamente creen en lo que dicen creer?
No estaría mal que nos preguntásemos estas cosas de vez en cuando. Por aquí y
por allá se oye decir que lo importante es el interior, que lo que Dios ve es
el corazón, y que lo externo carece de relieve. No comparto esta reducción
“espiritualista” del hombre, ni tampoco la correlativa reducción del culto a
una cuestión de mera interioridad. Dios nos creó “corpore et anima unus”, y en
su pedagogía quiere salvarnos mediante signos sacramentales; es decir,
realidades visibles que remiten a realidades invisibles. Por medio de esos
signos sensibles el Señor nos da su gracia.
Ante la grandeza admirable de la Eucaristía, el corazón del creyente se
estremece y no puede más que hacer suyas las palabras del Centurión: “Señor, no
soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para
sanarme”. Pero esa humildad y fe ardientes se expresan también en la actitud
corporal.
Particularmente cuando nos acercamos a la Comunión, debemos prepararnos para un
momento tan grande y santo. Ante todo, examinando nuestra conciencia, para no
recibir indignamente el Cuerpo del Señor (cf 1 Corintios 11, 27-29). Sabemos
que, si estamos en pecado grave, debemos acudir al sacramento de la Penitencia
antes de acercarnos a comulgar. La fe nos dice que no comemos un pan
cualquiera, sino que comulgamos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
verdaderamente presente en la Eucaristía bajo las especies del pan y del vino.
Hasta el cuerpo se prepara para este encuentro con nuestro Dios y Señor
guardando el ayuno prescrito por la Iglesia. Y nuestros gestos y nuestro modo
de vestir deben manifestar, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia
Católica, el respeto, la solemnidad y el gozo de ese momento en el que Cristo
se hace nuestro huésped.
Por: P. Guillermo Juan Morado
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