Nos cuesta mucho sonreír, hemos perdido la capacidad de maravillarnos por
cosas pequeñas, de gozar cada momento presente.
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Una madre, para dar ánimo a su hijo, lo llevó a un
concierto de Paderewski. El hijo entró en el escenario y empezó a tocar el piano.
Cuando las cortinas se abrieron, el niño estaba interpretando las notas de
“Mambrú se fue a la guerra”. En aquel momento, el maestro hizo su entrada, fue
al piano y susurró al oído del niño: “No pares, continúa tocando”. Entonces
Paderewski extendió su mano izquierda y empezó a llenar la parte del bajo.
Luego, puso su mano derecha alrededor del niño y agregó un bello arreglo de la
melodía. Fue una experiencia creativa. El público estaba entusiasmado.
Dios es el gran maestro que nos enseña y nos dirige con sus manos divinas. Con
su presencia inunda de vida toda nuestra existencia. “El Señor exulta de gozo
por ti, te renueva con su amor, danza por ti con gritos de júbilo como en los
días de fiesta” (So 3,17-18).
Dios es alegre y joven. La Escritura nos habla así de Dios: crea la vida “entre
el clamor de las estrellas del alba” (Jb 38,7), la hizo con sabiduría (Pr
8,30). Dios disfruta y no sólo en su intimidad; salta de satisfacción al ver a
los suyos, a su amado pueblo: “Me regocijaré en mi pueblo” (Is 65,18).
A nosotros, los adultos, nos cuesta mucho sonreír. Las preocupaciones nos
arrancan el gozo de poder disfrutar. Necesitamos hacernos como niños para
entrar en el reino de los cielos (Mt 18,3), para gozar cada momento presente,
para deleitarnos con todo lo bello de la vida, como si lo contempláramos por
primera vez.
El adulto ha perdido la capacidad de maravillarse, de asombrase por los grandes
y pequeños acontecimientos. El adulto ha aprendido a pensar y actuar de una
forma autómata y rígida. Y ha aprendido también a preocuparse de los negocios,
de lo que los demás pensarán y dirán de él. Se reciben aplausos si se actúa de
acuerdo a las expectativas de los otros.
El adulto funciona a base de normas. Se hace serio y competitivo. Ha cifrado su
importancia en el trabajo duro, en la ocupación, en tener cosas... Éstas son
sus metas, aunque para ello tenga que dejar de sonreír, vivir amargado y, a
veces, hasta enfermar.
Según el pasaje evangélico de Mc 10,13-16, los discípulos actúan como “el adulto”
y no permiten que los niños, la alegría personificada, se acerquen a Jesús. Sin
embargo, él, que era libre, acogía a los niños y destacaba su forma de actuar.
El adulto que redescubre el niño interior aprende “lo que ha de tomarse en
serio para reírse de lo demás” (Herman Hesse). Esto crea una armonía profunda
de espíritu y de unidad con el Creador.
Descubrir el niño interior que llevamos dentro nos puede ayudar mucho a
despertar a la vida, a contemplar con sorpresa las maravillas que nos topamos
cada día, a valorar más el ser que el hacer. Necesitarnos volver a la niñez
para darnos mayor cuenta de todo, para vivir sin prisas, para invertir tiempo
en el descanso y el juego. Quizá debamos orar con las manos juntas y los ojos
cerrados como los niños, pidiendo al Amigo que nos enseñe a disfrutar con lo
que tenemos; que nos haga más plenamente conscientes de lo que vemos, tocamos,
gustamos y olemos; que nos dé ojos para descubrir los grandes tesoros diarios y
vivir en alegría y gratitud; que nos dé el coraje de ser nosotros mismos para
no dejarnos llevar por una vida de normas ni por el qué dirán; que nos devuelva
el alma de niño para disfrutar de todo y con todo.
Acercarnos a los niños nos puede ayudar a ser como ellos: tener sus ojos,
pensar como ellos, sonreír y disfrutar la vida como ellos.
Autor: P. Eusebio Gómez Navarro OCD.
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