"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

miércoles, 31 de julio de 2013

JESÚS ES CALLEJERO

Autor: Pablo Cabellos Llorente

            Escribo recién concluida la JMJ de Río de Janeiro. Antes vi un vídeo de casi cincuenta minutos hecho para esta ocasión, porque lleva el título en portugués aunque se puede escuchar en castellano: Quem é o Papa Francisco. Se encuentra en YouTube. Recoge distintos aspectos de la vida del Obispo de Roma, muchos retazos de homilías. En una de ellas, he encontrado una especie de clave de muchas de las cosas que va haciendo: "Jesús es callejero", dice.

        En esa forma tan sencilla de expresarse está explicando ese aspecto misional, apostólico, de la Iglesia que es parte integrante importantísima de su tarea: "Id por todo el mundo y predicad a todas las gentes", dice el encargo final de Jesús. Se ve que al Papa le preocupa la posibilidad de una Iglesia replegada sobre sí misma y nos quiere en la calle. ¿Quién no recuerda su invitación a salir a las periferias? O su empuje para que nos movamos aun a riesgo de equivocarnos. O el olor a oveja requerido a los pastores. ¿Cómo olvidar su natural parada de el lugar de hospedaje antes del cónclave, con el fin de pagar? Eso se le ocurre al que está en la calle.

        Pero antes de continuar, demos un rápido visionado al callejeo de Cristo. Lo podemos ver en una boda popular donde, a instancias de su Madre, convertirá el agua en vino. En otros momentos, por los caminos polvorientos de su tierra, predica la buena noticia a multitudes o a sus apóstoles; ante el asombro de todos, perdona los pecados al paralítico que curó inmediatamente después; se para fatigado en el pozo de Jacob y no se permite el descanso porque llega la mujer samaritana a la que había de convertir; en el monte, lanza esa especie de discurso programático e incomprensible de las Bienaventuranzas, incomprensible con la lógica humana, como incomprensible será la promesa de la Eucaristía  hecha en la sinagoga de Cafarnaúm,  tan poco inteligible y tan clara -promete su cuerpo y sangre como comida y bebida- que muchos se marchan.

       Cristo callejea apretujado por las gentes, predica en el Mar de Galilea, habla con los gentiles, con los escribas y fariseos, se compadece especialmente de los necesitados en el alma o en el cuerpo: dos veces repite que tiene compasión de la muchedumbre, en una de ellas porque andan como ovejas sin pastor, mientras que en la otra es porque tienen hambre de pan. Jesús callejea por Naín para devolver vivo el hijo único muerto de una pobre viuda. Y cura ciegos, cojos, leprosos. Y cita entre los grandes milagros que los pobres son evangelizados. Callejea camino de la Cruz.

        Jesús quiere en la calle a la inmensa mayoría de los cristianos, incluso a los que se recluyen en un convento, porque su oración es una fuerte inyección para la sociedad. Desde la calle, el Papa habla de inclusión en lugar de exclusión, de cultura del encuentro en vez de su contrario, de ternura que no considera a nadie un desecho: "No se dejen robar la esperanza", decía a quienes tratan de salir de la drogodependencia. El Papa no quiere cristianos buenecitos, pero escondidos por vergüenza o comodidad.

        "Quiero lío en las diócesis, quiero que se salgan fuera... Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos". Lo pedía a un numeroso grupo de argentinos. No se puede decir más claro. Me recuerda gozosamente al fundador del Opus Dei que repitió en multitud de ocasiones esta idea, puesto que llamaba a las gentes a santificar el mundo: "En medio del trabajo, sí; en plena casa, o en mitad de la calle, con todos los problemas que cada día surgen, unos más importantes que otros. Allí, no fuera de allí, pero con el corazón en Dios".

        Ha insistido Francisco: “Poné a Cristo” en tu vida. En estos días, Él te espera: Escúchalo con atención y su presencia entusiasmará tu corazón. “Poné a Cristo”: Él te acoge en el Sacramento del perdón, con su misericordia cura todas las heridas del pecado. No le tengas miedo a pedirle perdón, porque Él en su tanto amor nunca se cansa de perdonarnos, como un padre que nos ama. ¡Dios es pura misericordia! “Poné a Cristo”.  "Queridos jóvenes, por favor, no balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no se quedó en el balcón, se metió, no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús".


        El final ha sido idéntico: Llevar el evangelio es llevar la fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal y la violencia; para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la intolerancia y el odio; para edificar un mundo nuevo. Jesucristo cuenta con ustedes. La Iglesia cuenta con ustedes. El Papa cuenta con ustedes. Que María, Madre de Jesús y Madre nuestra, les acompañe siempre con su ternura: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos”. Callejeando con Cristo.

CRISTO FASCINA

Autor: Pablo Cabellos Llorente

            Es habitual, incluso entre creyentes, que pregunten dónde está Dios, al que no pueden ver en el dolor de los niños, en la miseria de los más desheredados, en las catástrofes que asolan de vez en cuando el planeta y sus gentes. ¿Dónde estaba Dios cuando descarriló el tren de Compostela? Y el interrogante no es baladí. Esos sucesos están ahí desde que el mundo es mundo. Hay muchas respuestas y todas incompletas porque el ser y el obrar de Dios no pueden caber en nuestra inteligencia, aunque algo pueda atisbar. Precisamente por eso, la fe es claridad, da luz adonde la razón humana no alcanza. Y proporciona sentido al dolor, a la miseria y a la catástrofe.

        Al aparecer la primera encíclica del Papa Francisco, los sedicentes teólogos de siempre se han marchado a la periferia,  no a la deseada por Francisco, sino a los bordes del tema, huyendo de la esencia. Precisamente el documento afirma que la teología no consiste sólo en el esfuerzo de la razón por escrutar y conocer, como sucede con las ciencias experimentales, porque Dios se reduciría a un objeto. La fe recta ha de abrirse a la luz  originaria de Dios, en lugar de volvernos en acusación contra Él, sin descartar que la razón busque entender siempre más.

        La fe es un don de Dios procedente de oír y ver al Señor. La síntesis entre los dos verbos la "hace posible la persona concreta de Jesús que se puede ver y oír". En Él, dirá san Pablo, habita la plenitud de la divinidad corporalmente. Es Cristo quien nos da razón del llanto de los niños, de las deficiencias de esta tierra, de la indigencia de los pobres, de la soledad de los ancianos... ¿Cómo podemos no entender los sufrimientos de este mundo cuando Dios se ha hecho hombre para asumirlos crucificado? ¿Cómo uno que se dice teólogo no capta la grandeza de un Dios hecho pecado por todos los errores de los hombres que, en demasiadas ocasiones, son causa de tanto dolor? ¿Acaso el pecado no es la mayor oposición a ese Dios infinitamente bueno? Seguro que durante la tragedia de Santiago, Dios estaba en la Cruz ofreciéndose por los muertos y dolientes.

         Nos puede suceder lo que describe Camino: "Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. —Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... —Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡El!". La encíclica del Papa Francisco trata de ayudarnos a ver a Jesús, como lo desearon aquellos que lo pidieron al apóstol Felipe.


       Con la mirada limpia, contemplaremos a Jesús hambriento y sediento, a Cristo cansado, al Dios-hombre que se apiada de lisiados, leprosos, ciegos y sordos, al que mirando trasluce amor, al que llora por el amigo muerto o se conmueve por el dolor de la viuda que camina tras el féretro del hijo, al que da comida al famélico. Y también a Jesús que fustiga la hipocresía, alaba la fe del centurión, enseña esa locura de las bienaventuranzas,  vapulea el adulterio, perdona al arrepentido y predica el amor. Un Cristo fascinante, vivo, al que se ve y se oye. No un mero objeto de  estudio.

Dios y los males de cada día

Sentimos en lo más íntimo del alma que un Dios bueno y omnipotente podría evitar crímenes, detener guerras, curar enfermedades...


Dios es bueno y es omnipotente. Así lo enseñaron algunos filósofos. Así lo creemos los católicos. A veces, sin embargo, surgen nubes en el horizonte. Incluso un pensador lanzó, hace ya muchos siglos, sus dudas: ¿cómo puede ser Dios bueno y omnipotente si en el mundo encontramos tantos males?

Si hubiera una respuesta fácil, las dudas desaparecerían. Pero el mal sigue allí, ante nosotros, y la pregunta siembra inquietudes e incluso protestas en no pocos corazones.

Sentimos en lo más íntimo del alma que un Dios bueno y omnipotente podría evitar crímenes, detener guerras, curar enfermedades, aliviar hambres endémicas, conducir los corazones hacia la paz, la concordia, el gozo, la justicia.

Luego, vemos, tocamos o recibimos noticias de cientos de males. Un nuevo conflicto armado. Unas inundaciones que provocan miles de víctimas. Un terremoto que destruye una ciudad. Un conflicto entre esposos que ha destrozado sus vidas y las de sus hijos.

Dios, ¿dónde está? Es la pregunta que lanza el afligido de todos los tiempos, que suplica y pide ayuda mientras espera una respuesta: "Yahveh, escucha mi oración, llegue hasta ti mi grito; no ocultes lejos de mí tu rostro el día de mi angustia; tiende hacia mí tu oído, ¡el día en que te invoco, presto, respóndeme!" (Sal 102,2-3).

La respuesta del Dios bueno, aunque no siempre llegamos a reconocerla, ya fue formulada y está presente en el mundo y la historia. La Encarnación del Hijo, su pasar haciendo el bien, sus milagros y sus enseñanzas, encendieron un fuego en la tierra. El Reino de Dios, desde entonces, ya está presente (cf. Mt 12,28).

Cuando las fuerzas del mal llevaron a Cristo a la muerte en el Calvario, la victoria del bien se hizo visible en el gran día de la Pascua: la tumba no pudo contener a Cristo, porque el Amor es omnipotente.

Esa es la gran respuesta de Dios ante los males de cada día. Desde la fe, que es luz para guiar nuestros pasos (cf. la encíclica "Lumen fidei"), el creyente sabe que Dios está vivo, que acompaña a quienes sufren, que perdona los pecados, y que abre horizontes de esperanza y paz para los corazones.

Autor: P. Fernando Pascual LC.


martes, 30 de julio de 2013

El consejo de Cristo a Marta

Cristo le enseña a construir el presente mirando a la eternidad, pues así aprenderá el verdadero valor de las cosas. 
¿Cuál es el sentido de la vida humana? 

Es ésta una pregunta que todos nos hacemos cuando vemos que no podemos lograr todo lo que queremos, cuando vemos que muere una persona en el inicio mismo de su vida, cuando contemplamos el sufrimiento de tantos seres humanos por culpa del egoísmo de los hombres, cuando vemos la desesperación de tantas personas ante el sufrimiento propio o de un ser querido. Y la realidad es que no podemos aceptar que todo se reduzca a nacer, vivir si es que se puede llamar vivir a muchas vidas, para terminar en la nada. El ser humano debe tener un fin más allá de las cosas que hace o que ve.

Marta representa para nosotros una forma de vivir. Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. Impresiona el cariño de Jesús por aquella mujer que se desvivía por atenderle y procurarle bienestar. El hecho de repetir dos veces su nombre es señal de cariño, de ternura y de reconocimiento a su labor. Pero Jesús quiere prevenirla contra un gran escollo de la vida: el vivir sin más, el irse tragando los días sin ver en el horizonte, el hacer muchas cosas, pero no preocuparse de lo más importante.

Marta es el símbolo de una humanidad que ha dado prioridad al hacer o al tener sobre el ser, a la eficacia sobre lo importante, a la inmanencia sobre la trascendencia. Marta somos cada uno de nosotros cuando en el día al día decimos: "no tengo tiempo para rezar, no tengo tiempo para formarme, no tengo tiempo para pensar, no tengo tiempo para Dios". Basta asomarse a la calle y a las casas para ver cuánto se hace, cómo se corre, cómo se vive. Pareciera que estamos construyendo la ciudad terrena o que hubiera que terminar cada día algo que mañana hay que volver a empezar.

El consejo de Cristo a Marta, santa después al fin y al cabo, está lleno de afecto, de afecto del bueno. La invita a tomarse la vida de otra forma, a respirar, a vivir serenamente, a preocuparse más de las cosas del espíritu. Ahí va a encontrar la paz y la tranquilidad. Le enseña a construir el presente mirando a la eternidad, pues así aprenderá el verdadero valor de las cosas. 

Sin duda, Marta aprendió aquella lección y, sin dejar de ser la mujer activa y dinámica que era, en adelante su corazón se aficionó más a lo verdaderamente importante. Marta, por medio de Cristo, había comprendido que la vida tiene un sentido, que el fin del hombre está por encima de las cosas cotidianas.


Autor: P. Juan J. Ferrán, L.C.

lunes, 29 de julio de 2013

Distráiganlos durante todo el día...

Tenemos muy poco tiempo para Dios, la familia, o para hablar a otros del amor de Jesús. 


Creer en el bien implica también creer en el mal. Creer en el Cielo involucra ineludiblemente creer en el infierno también. Esto es una verdad Bíblicamente revelada. ¿Pero cómo actúa el mal sobre nosotros?.

En este cuento que reproducimos, tenemos graficadas muchas de las trampas que el mundo nos hace a diario para alejarnos de Dios. Leerlo es encontrar consuelo y explicaciones a muchas de nuestras angustias y culpas. Pero debe servír para estar más fuerte al enfrentar los engaños a los que nos vemos sometidos en forma permanente.

El cuento dice así:

Satanás llamó a una convención mundial de demonios. En su alocución de apertura dijo: 

"No podemos evitar que los cristianos concurran a la Iglesia. No podemos evitar que lean sus Biblias y conozcan la verdad. Tampoco podemos evitar que se entreguen a una intima relación con su Salvador. Cuando llegan a esa situación con Jesús, nuestro poder sobre ellos se rompe. Así que, dejémosles concurrir a sus Iglesias, dejémosles tener sus reuniones sociales y cenas, pero robémosles el tiempo, así no tendrán oportunidad de desarrollar una relación con Jesucristo".

Esto es lo que quiero que hagan: "Distráiganlos durante todo el día".

¿Cómo haremos esto?, gritaron los demonios.

"Manténganlos ocupados en trivialidades de la vida e inventen innumerables cuestiones para ocupar sus mentes".

"Tiéntenlos a gastar, gastar, gastar, y pedir, pedir, pedir prestado. Persuadan a sus esposas a salir a trabajar por largas horas y a los maridos a trabajar 6 o 7 días cada semana, 10 a 12 horas diarias; así ellos podrán mantener ese estilo vacío de vida".

"Eviten que pasen tiempo con sus hijos. Como su familia se fragmentará, pronto sus hogares no encontrarán salida a las presiones del trabajo".

"Sobre estimulen sus mentes, así ellos no podrán oír aquella voz calma y suave". 

"Tiéntenlos a escuchar mucho la radio, CD o casettes cuando conducen sus automóviles. Mantengan continuamente sus TV, sus grabadoras, sus CD y sus computadoras encendidas en sus hogares".

"Asegúrense que cada negocio y restaurante en el mundo pase constantemente música popular; ello contribuirá a llenar sus mentes y romper su unión con Cristo". 

"Llenen las mesas con revistas y diarios de actualidad. Repiqueteen en sus mentes con noticias mundiales así 24 horas al día. Invadan las rutas con carteles publicitarios. Inunden sus buzones con envíos postales inútiles, catálogos, publicidades y toda clase de propaganda y promoción ofreciendo productos gratis, servicios y falsas esperanzas. Presenten hermosas y delgadas modelos en revistas, películas y TV, así los esposos creerán que la belleza exterior es lo importante, y quedarán insatisfechos con sus esposas." 

"Mantengan a las esposas muy cansadas para amar a sus maridos a la noche. Denles dolores de cabeza, también. Si no les dan a los esposos el amor que ellos necesitan, ellos comenzarán a buscarlo afuera. Esto fragmentará la familia rápidamente".

"Denles un Santa Claus para distraer a sus hijos de la enseñanza del verdadero significado de Navidad. Denles un conejito de Pascuas para no hablar de su resurrección y su poder sobre el pecado y la muerte. Aún en sus recreaciones, que lo realicen en exceso. Hagan que al regreso de sus recreaciones estén exhaustos. Logren que estén tan ocupados que no puedan ir a observar la naturaleza y el reflejo de Dios en la Creación. Envíenlos a los parques de diversiones, eventos deportivos, juegos, conciertos, y cines, en su reemplazo. Manténganlos ocupados, ocupados, ocupados".

"Y cuando se reúnan para una reunión espiritual, procuren que estén atentos a chismes y habladurías para que concluyan con conciencias preocupadas". 

"Llenen sus vidas con muchas cosas triviales de tal modo que no les quede tiempo para la Palabra o buscar el poder de Jesús. Pronto ellos estarán trabajando en su propia fuerza, sacrificando su salud y su familia."

¿Esto funcionará?. Era realmente un gran plan!.

Los demonios se fueron ansiosos a sus puestos asignados procurando que los cristianos en todos lados estuvieran más ocupados y apurados, yendo de aquí para allá, teniendo muy poco tiempo para su Dios o sus familias o para hablarles a otros del poder de Jesús.

¿Tuvo el diablo éxito en su planteo?. ¡Tú eres el juez!.

Tu visión se volverá más clara sólo cuando puedas ver dentro de tu corazón.


Autor: Oscar Schmidt.

domingo, 28 de julio de 2013

María, la Virgen alegre

A María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama, y no por eso disminuyó la plenitud de su alegría. 


En las letanías lauretanas invocamos a María como "causa de nuestra alegría". Y es lógico preguntarse ¿cómo va a causar en otros algo que Ella misma no tiene en abundancia? Nadie da lo que no posee. Si María puede ser la causa de nuestra la alegría es porque Ella misma no cabía en sí de felicidad. Rebosaba alegría y la contagiaba por doquier.

Es sabido que la sonrisa sincera es manifestación de la felicidad de una persona. Estoy seguro de que en el rostro de María era habitual ver dibujada una de esas sonrisas perennes. Verla sonreír es palpar la satisfacción y el gozo de que rebosaba su alma.

¡Qué sonrisa luciría la Virgen! Sonrisa delicada y amable en su trato con el prójimo, con los cercanos y lejanos, con los simpáticos y antipáticos; con todos. Sonrisa agradecida para con los pastores de Belén, los Magos de Oriente, y todo el que le hizo algún bien por pequeño e insignificante que haya sido. Sonrisa comprensiva y misericordiosa ante aquel buen posadero que no pudo ofrecerles un lugar apropiado en su posada; y también ante las incomprensiones, las calumnias y molestias recibidas de tantos otros. Sonrisa admirativa ante las maravillas incompresibles que Dios obró en su vida y que rodearon la de su Hijo.

Sonrisa indulgente cuando el pequeño Jesús le hacía alguna de sus travesuras inocentes; o cuando intuía que José y el niño, confabulados, le querían gastar una broma. Sonrisa curativa de las angustias de José cuando el trabajo no iba bien y llegaba a casa sin sestercios suficientes. Sonrisa generosa ante el desconsuelo de los marginados y necesitados que acudían a Ella cuando ya sólo podía ofrecerles lo que era necesario en casa, acompañado de su sonrisa. Sonrisa pícara y confiada de María, al decirles en Caná a los criados: "haced lo que Él os diga...", sabiendo que Jesús no parecía estar muy de acuerdo en adelantar su hora... Sonrisa festiva en momentos grandes e importantes como al presenciar el nacimiento de Juan el Bautista, o al celebrar cada cumpleaños de Jesús y de José, o al abrazar a Jesús, entre lágrimas de alegría, aquella mañana espléndida del domingo de resurrección.

También sonrisa sufrida tantas veces, pero al cabo sonrisa, en los momentos de prueba y dolor. Sonrisa siempre y sonrisa en todo. Sonrisa eterna de María.

Pero ¿de dónde le brotaba a María tan exuberante felicidad? ¿Qué producía en Ella semejante manantial de dicha? "¿Cuál es la fuente misteriosa, oculta de tal alegría?", se preguntaba Juan Pablo II. La respuesta no pudo ser otra: "Es Jesús, al que Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo". Uno sólo es el origen, una sola la fuente: Jesús, Dios. María se sabía con Él y Él copaba su ser entero, impregnándolo de gozo hasta los tuétanos. Estaba llena de gracia, llena de Dios y por tanto, llena de la más auténtica y genuina felicidad. Toda esa alegría hecha sonrisa en su rostro no era más que una leve manifestación al exterior del volcán en ebullición que la presencia de Dios producía dentro de su corazón.

Fray Pedro de Pradilla escribió estos versos sobre María: "En la Virgen con tal arte / usó Dios de su primor, / que lo más en lo menor, / y el todo encerró en la parte". La alegría de la Virgen es grande como Ella y más grande que Ella, pues el todo de alegría que es Dios quiso encerrarse dentro de Ella.

A María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama, placeres corporales; y no por eso disminuyó ni una pizca la plenitud de su alegría. Porque tenía a Dios y para Ella tener a Dios era su riqueza, su honor y su más intenso placer. Supo convivir alegremente con todas esas privaciones.

María tuvo que pasar por muchos calvarios íntimos y muy amargos; y en ninguno de ellos se opacó el brillo de su dicha. Porque en Dios tuvo siempre un consuelo infalible y en Él se apoyó siempre como fortaleza indestructible. Fue capaz de hacer lo que pocos hombres consiguen: sufrir con alegría.

La vida de María estuvo sembrada de manifestaciones de la voluntad de Dios sumamente incompresibles y difíciles de aceptar. Viajar a Belén en tan delicado estado. Dar a luz a su Hijo en una cueva-establo y reclinarlo en un pesebre. Huir a Egipto. Aceptar que una espada atravesara su alma. Sufrir la soledad después de tal compañía. Padecer en su alma con su Hijo su pasión y muerte. Y en cada una de estas circunstancias obedeció no con mera resignación, sino con la alegría propia de quien ama y cree y confía en Dios.

Qué difícil nos resulta a nosotros sonreír cuando nos asaltan tan leves motivos para llorar o estar tristes. Qué imposible nos resulta a veces aceptar con alegría interior las pequeñas cruces y sufrimientos que Dios permite en nuestras vidas. Qué pocos hay entre nosotros que sepan encajar con ánimo alegre todas las privaciones, del tipo que sean, que vienen a ¿despintar? nuestra existencia. ¿No será que nos falta lo fundamental para ser felices que es Dios? O es que quizá Dios no lo es todo para nosotros. Lo tenemos arrinconado en el alma. Ya no le damos tanta importancia como a otras muchas cosas. Y ¿por qué esas otras cosas no nos hacen dichosos? ¿No será que los verdaderos motivos de nuestra felicidad son caducos, pasajeros e inconsistentes y no poseemos un fundamento indestructible donde apoyarla?

El secreto de la alegría perenne de la Santísima Virgen es el secreto de la felicidad de todo hombre. María fue feliz porque tenía a Dios y lo amaba en el cumplimiento fiel de su voluntad sobre Ella. No hay otro camino.


Autor: P. Marcelino de Andrés.

sábado, 27 de julio de 2013

Un Vía Crucis contra la corrupción

El Santo Padre habló a los peregrinos que llenaban la playa de Copacabana

Darío Menor Enviado especial a Río de Janeiro (Brasil). 
La Jornada Mundial de Juventud (JMJ) de Río de Janeiro vivió ayer uno de sus grandes momentos con el Vía Crucis que se celebró en el paseo marítimo de Copacabana frente a una de las playas más evocadoras del Planeta. Más de un millón de peregrinos llegados de todo el orbe católico participaron en esta ceremonia que recordaba el sufrimiento de Jesucristo manifestado en los grandes problemas que afrontan los jóvenes en la sociedad contemporánea.
En su discurso, Francisco dio ánimos a la juventud para que se atreva a soñar con un porvenir mejor, teniendo la seguridad de que Cristo está a su lado. «Jesús se une a tantos jóvenes que han perdido su confianza en las instituciones políticas porque ven egoísmo y corrupción», dijo, haciendo referencia a la ola de indignación contra las estructuras del poder que se ha desatado en los últimos años, haciendo temblar las calles y plazas de Madrid, Nueva York o Río de Janeiro, entre otras ciudades. La crítica de Francisco no sólo fue de puertas afuera. También lamentó que los jóvenes «hayan pedido su fe en la Iglesia, en incluso en Dios», debido a la «incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio».
Como podía esperarse, el Obispo de Roma centró su alocución en la Cruz, símbolo del sufrimiento de Cristo y de los males que condenan a los jóvenes de hoy a la exclusión, víctimas de esa «cultura del descarte» a la que se ha referido ya en varias ocasiones en estos días de la JMJ. Comentó que al portar la Cruz sobre sus espaldas, Jesucristo «recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos». Con ella, se une al «silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya gritar, sobre todo los inocentes y los indefensos».
La Cruz simboliza a las «familias que se encuentran en dificultad, que lloran la pérdida de sus hijos o sufren al verlos víctimas de paraísos artificiales como la droga». También a quienes padecen el hambre en un mundo donde «cada día se tiran toneladas de alimentos» y a los que son «perseguidos por su religión», por sus ideas o sufren el racismo. En la Cruz de Cristo, culminó Francisco, está el «sufrimiento, el pecado del hombre, también el nuestro», pero también el ánimo de que Dios «acoge todo con los brazos abiertos», carga con «nuestras cruces» y nos anima para seguir adelante cada día.
Las 14 estaciones del Vía Crucis, ligadas a las preguntas existenciales que se hacen los jóvenes, se interpretaron de manera simultánea frente al escenario de Copacabana en cuyo podio central estaba sentado el Papa y en distintos puntos del paseo marítimo. Participaron en las representaciones más de 280 artistas provenientes de seis países diferentes, una pequeña muestra de la internacionalidad que se respiraba en el público. La iconografía de las distintas estaciones recordaba en algunos momentos a la Semana Santa española, pues Ulysses Cruz, director artístico de la representación, se inspiró en las procesiones del siglo XVI para retratar algunas de las grandes cuestiones que preocupan a los jóvenes, como las drogas, las enfermedades, las redes sociales, la fe, la defensa de la vida, la cárcel o el trabajo. Todas las estaciones estaban ambientadas en la antigua Jerusalén.
Francisco también trató de responder a algunos de estos temas durante su alocución. Tras preguntarse sobre lo que la Cruz dejaba para cada persona, contestó: «Un bien que nadie más nos puede dar: la certeza del amor indefectible de Dios por nosotros». Ahondó en esta cuestión diciendo que este amor «entra en nuestro pecado y lo perdona, entra en nuestro sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo, entra también en la muerte para vencerla y salvarnos». En la Cruz está «todo el amor de Dios, su inmensa misericordia». De ese amor uno se puede fiar sin miedo, destacó, invitando a continuación a los jóvenes a que «confiaran totalmente en Jesús». Sea cual sea nuestro sufrimiento, nuestra carga, nuestra cruz, no resulta nunca demasiado pesada para que «el Señor no la comparta con nosotros». Francisco dijo estas palabras bien acompañado, pues en el palco levantado en Copacabana estaba acompañado por 1500 personas, entre las que había un buen número de minusválidos.
Acabó Francisco su alocución hablando de amor. Dijo que la Cruz nos invita a «dejarnos contagiar por este amor» y nos enseña a mirar siempre al prójimo «con misericordia» y cariño, especialmente a los que sufren, tienen «necesidad de ayuda» o esperan «una palabra, un gesto» o que «salgamos de nosotros mismos» para acudir a su encuentro y tenderles la mano. Recordando las distintas personas que acompañan a Jesucristo durante su subida al Calvario (Pilato, el Cireneo, María, las mujeres...), el Pontífice invitó a los jóvenes a que reflexionaran sobre a quién estaban emulando ellos con sus propias vidas. «También nosotros podemos ser para los demás como Pilato, que no tiene valentía de ir contracorriente para salvar la vida de Jesús y se lava las manos». O se puede ser en cambio como «el Cireneo», que ayudó a Cristo a llevar la Cruz, o como María y las otras mujeres, que «no tienen miedo» de acompañarle hasta el final. «Y tú, ¿como quién eres?».


Carta a los abuelos de Jesús: Ana y Joaquín

Celebramos ayer a San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús. ¡Gracias por haber sido tan dulces y ejemplares padres de María! 


Mis muy queridos Joaquín y Ana:

Mi nombre es... bueno, no importa... les escribo desde un banco de la parroquia en una inexplicable tarde cálida de julio.
Me avisó una amiga que el día 26 es su fiesta y, por ello, quise regalarles esta sencilla carta.
No encuentro palabras para decirles "gracias". Gracias por haber sido tan dulces y ejemplares padres de mi amada María.

Usted, señora Ana, que habrá compartido con ella tantas tardes luego de intensas jornadas, ha sido una sencilla pero sabia maestra. Fueron sus manos (¿Las de quién, sino?) las que se unieron a las de Ella en un mar de harina, para enseñarle a amasar el pan. Fueron sus manos (¿Las de quién, sino?) las que apretaron fuerte las de Ella cuando el dolor, implacable, les invadía el alma.

Fue su ejemplo (¿el de quién, sino?) el que ayudó a María a caminar los senderos de la contemplación simple, sencilla, la que está al alcance de cualquier mujer. Fue este santo ejercicio el que permitió a la Madre, años después, meditar en su corazón los misterios de la Salvación.
Fue usted, buena señora, la que son su ejemplo más que con sus palabras, le enseñó a María que ser mamá es la tarea más hermosa del mundo. Así, Ella, la veía a usted cuidar y ayudar a amigas y parientas cuando los embarazos venían difíciles en los caminos del alma. Y seguro en su casa los pequeñines siempre hallaron una rica sorpresa, increíblemente siempre lista, para sus sorpresivas y revoltosas incursiones.
Ustedes llevaron a la "llena de gracia" por las escalinatas del Templo tantas veces... Así, Ella fue conociendo que hace muchos años, un profeta llamado Isaías anunciaba que "...La Virgen está embarazada y da a luz un hijo..." y la profecía le inundaba el alma... 



Usted, mi buen Joaquín, fue un hombre honesto y sencillo. ¿Quién, sino, habría sido digno de traer a este mundo a la "llena de gracia"?. María le habrá contemplado, seguramente, tantos días al partir de la casa para "ganar el pan con el sudor de su frente". Y le habrá esperado de regreso y habrá corrido hacia usted con las mejillas sonrosadas y los ojos llenos de palomas blancas para abrazarle al regreso de la larga jornada. Y usted, la tomó en sus brazos y la alzó al cielo... tan ligera como una gacela, tan pura como una mañana.
"- "Quisiera que el padre de mi hijo se te pareciera" le dijo un día Ella." Y usted casi no veía su rostro pues las lágrimas delataban que la niña le había besado el corazón.
- "Quisiera que mi hijo, un día, estuviese tan feliz de mí como yo lo estoy de ti, querida madre..." y sus palabras le hicieron sentir, Ana, que la vida es hermosa y los sacrificios y angustias de muchos años al criar los hijos, pueden desaparecer en un instante con frases como esa. 
No quisiera terminar esta sencilla carta sin imaginar, por un momento, cuanto de ustedes llego al corazón de Jesús a través de María: Usted, mi buena Ana, seguro le alcanzó, desde más allá del tiempo, esa ternura por las pequeñas cosas de cada día, la cual, al llegarle desde el corazón de María, se transformaría luego en parábola, en camino.

Usted, don Joaquín, le dejó al mejor de los nietos la mejor de las herencias: El amor al trabajo. Así, a través de María y envuelto en las palabras y ejemplo del buen José, hallaría en Jesús el mejor de los depositarios.
Abuelos, abuelos, cuantas veces Jesús habrá dicho estas palabras. "Extrañas a los abuelos ¿Verdad, Madre querida?". "A veces, Hijo, a veces... Cuando tu te vas a predicar lejos y yo te extraño, muchas veces siento que hubiera querido tener a mis padres cerca"... Y Jesús habrá mirado a María en silencio, sabiendo que había verdades que Ella comprendería más tarde, con la llegada del Espíritu Santo...
Para terminar les pido un favor. Abracen a todos los abuelos del mundo, en especial a los que se sienten solos. No importa si tienen nietos o no, pues hay una edad del alma en que la palabra "abuelo" se torna en caricia...
Un gran abrazo a los dos...


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NOTA

Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a la imaginación de la autora, sin intervención sobrenatural alguna.


Autor: Susana Ratero.

viernes, 26 de julio de 2013

ESPAÑA ESTA DE LUTO.


Este Blog, quiere unirse al dolor y a las oraciones  de todos los familiares y amigos de la victimas del terrible accidente ferroviario ocurrido en las cercanías de Santiago de Compostela.
A todos esos familiares y amigos quiero desde estas líneas expresar mis más sentidas  condolencias, encomendare a todos para que Dios y la Santa Virgen les den Fe y fuerza para soportar tan terrible golpe. Para las Victimas que Dios le conceda el descanso eterno.

Manuel Murillo Garcia.

Santiago el Mayor, al amor por el dolor

En la figura del Apóstol Santiago, el amor verdadero se curte en el dolor y en la cruz. 


Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé (Mc 15,40), hermano del Apóstol Juan, fue uno de los tres discípulos más cercanos a Jesús: testigo de la curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31), de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37-43), de la transfiguración de Cristo (Mc 9,2-8) y de la agonía de Getsemaní (Mt 26,37).

La vocación de Santiago está relatada de forma precisa: "Caminando adelante vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y a su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando las redes, y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron" (Mt 4, 21-22). Era de temperamento fuerte, pues enfadado por el rechazo de los pueblos samaritanos a Cristo, le proponen hacer bajar fuego del cielo (Lc 9,54-56). Cristo, ante la petición materna por sus hijos, le anuncia el martirio (Mt 20,21-28).

Vamos a contemplar en la figura del Apóstol Santiago cómo el amor verdadero se curte en el dolor y el la cruz. Sin duda, la cruz de Cristo es para nosotros el signo más evidente y claro del amor loco de Dios al hombre.

Amor y dolor constituyen dos términos de una misma realidad. Más aún, no puede existir el uno sin el otro. Un amor que no comportara sufrimiento, renuncia, sacrificio ya de entrada sería sospechoso. Un dolor que no se viviera con amor sería asimismo estéril e inútil. Justamente o el amor abre la puerta al dolor para demostrarse auténtico y el dolor se funde en el amor para vivirse en paz, o todo suena a patraña y a mentira. De hecho, cuando levantamos los ojos a la Cruz de Cristo, es cierto que vemos a un crucificado, pero sobre todo vemos en la Cruz el amor loco de Dios por nosotros. A través del dolor de Cristo comprendemos ese amor personal e infinito que nos tiene. Si en la cruz no hubiera amor, sería simplemente una estupidez. Por eso, como dice S. Pablo, la cruz es Aescándalo para los judíos , necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios@ (1 Cor 1, 23-24).


Al hombre de hoy de siempre la Cruz se le presenta como una realidad que inspira temor y rechazo. La sociedad siempre nos está prometiendo una vida fácil, cómoda, agradable, en la medida de lo posible ajena al sacrificio, al esfuerzo, al dolor. Por eso nos resulta tan difícil escoger el camino de Dios, y tan fácil seguir el derrotero del mundo. Sin embargo, la realidad es que nadie puede escapar a la presencia de la cruz y del dolor. Hay mucho tipo de cruces: cruces de todos los tamaños y de todos los colores, cruces más sangrantes y más profundas, cruces más llamativas y más calladas. El destino del hombre sobre la tierra pasa por la cruz en su camino hacia Dios. Si es inútil el querer escapar de su presencia; es todavía más bochornoso el vivir la cruz sin esperanza, sin amor, porque entonces la cruz amarga la vida y produce rebeldía.

El amor se convierte, por ello, en la única respuesta válida a todos los sacrificios, sufrimientos, luchas y trabajos del hombre. No se puede evitar la cruz en cualquiera de sus formas, pero siempre se puede vivirla con amor para darle sentido. Si esto se entendiera, los seres humanos verían en las dificultades de la vida, cualquiera de ellas, una forma de amor. Los problemas cotidianos de un matrimonio son ocasiones maravillosas para demostrarse un amor genuino y auténtico; los sufrimientos por los hijos se transforman en modos de amor más profundos que el simple cariño; los esfuerzos que exige la fe adquieren para ella el brillo de la autenticidad y de la verdad; el sacrificio en el seguimiento de Dios nos demuestra que Dios es demasiado grande y maravilloso para nosotros. Hay que sospechar generalmente de realidades que no cuestan, de matrimonios que no cuestan, de evangelios que no cuestan, de pertenencias a la Iglesia que no cuestan, de amores que no cuestan.

El dolor es, pues, la garantía del verdadero amor. Sólo es capaz de sufrir el que ama. Contemplamos así la vida de tantas personas que en el silencio de sus vidas, día a día, es el amor el que las impulsa a ir adelante, a pesar de todo y contra todo. Van adelante en su vida espiritual, aunque les atenace la sequedad; se humillan en el matrimonio esperando mejores momentos para solucionar las crisis; rezan con confianza a Dios cuando los hijos están pasando por momentos especialmente complicados; perseveran en las decisiones buenas, aunque a veces parezca que carecen de fuerza para seguir adelante. Sería extrañísimo e incluso desilusionador el amar sin tener que sufrir. Mas aun, el que ama se complace en el sufrir por aquél a quien ama. Hay santos que del cielo lo único que no les gusta es el no poder sufrir ya.

El Evangelio a través de dos evangelistas nos refiere de forma parecida, pero con matices diversos, una simpática escena en la que se pide para Santiago y Juan, su hermano, un lugar privilegiado en el Reino de Cristo. En Mt 20,21-28 es la madre de éstos, Salomé, quien eleva esta petición a Cristo. Y en Mc 10, 35-45 son ellos mismos directamente quienes hacen esta petición. Jesús en ambos relatos les dice que no saben lo que están pidiendo y les lanza esa misteriosa pregunta si pueden beber del cáliz que él va a beber. Ellos afirman que sí. Pero Jesús les anuncia que efectivamente van a beber el cáliz, pero respecto al sitio a su derecha e izquierda es para aquellos para quienes esté preparado. 

"Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda" (Mc 10, 37). No hay duda de que es el amor el que impulsa a estos dos hermanos a pedirle a Cristo un privilegio tan extraordinario. Por el carácter apasionado, al menos de Santiago, suena lógico que quisiera estar cerca del Maestro en su gloria. El amor empuja hacia el amado de una forma irresistible. Sin embargo, para Santiago en este momento todavía el amor es un sentimiento, un impulso, una inclinación. 

Es bello, pero no ha sido probado por el dolor. Aunque posteriormente se enfaden los demás por esta petición tan osada, no hay que quitarle valor a este deseo de los dos hermanos. Y Cristo la comprende. ¿Quién de los Apóstoles no desearía algo tan maravilloso? A Santiago no le bastaba la cercanía; quería la intimidad, la posesión, la totalidad.

"¿Podéis beber la copa que yo voy a beber o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc 10, 38). Cristo enseguida trata de hacerle comprender con esta dura pregunta que para poder decir que se ama es necesario decirlo con el dolor. Si quiere de veras amarlo a Él, estar cerca de Él, compartir todo con Él, tendrá que beber su cáliz, cáliz que es Getsemaní, cáliz que es la muerte en la Cruz, cáliz que es la renuncia total a sí mismo. De esta forma Cristo toca la verdad más hermosa del amor: no se puede amar, cuando el amor no cuesta, o también el dolor es el modo más genuino y auténtico de amar. Seguramente en la vida es así: hasta que el amor no ha sido purificado por el dolor, no se puede decir que se ama en serio. 

"Sí, podemos" (Mc 10,39). Del corazón decidido y generoso de Santiago salen estas palabras que confirman por un lado que ha entendido lo que el Maestro le ha enseñado acerca del amor a él y por otro que está dispuesto a seguir la suerte del Maestro hasta donde sea necesario, incluida la muerte. Jesús le confirma que efectivamente va a beber la copa que él va a beber y a ser bautizado con ese bautismo de sangre que será su muerte, pero le anuncia que sentarse a su derecha o a su izquierda no puede él concederlo. De alguna manera, todavía Cristo le orienta hacia un amor desprendido. El premio del que ama sólo es amar. Así el amor llega a su plenitud. Si se muere por él, no es para conseguir un lugar privilegiado en su Reino, sino simplemente para poder demostrar el grado de amor que invade su corazón, pues "no hay mayor amor que dar la vida por los amigos". 

Para nosotros cristianos se convierte en una prioridad absoluta el aceptar la cruz y el dolor como la expresión más auténtica y genuina de nuestro amor a Dios, de nuestro amor a los demás y de nuestro amor a nosotros mismos. En todos estos campos se sigue realizando aquel camino de "a la luz por la cruz". Queremos que nuestro amor a Dios no se quede en meras palabras, deseamos que nuestro amor a los demás no se convierta simplemente en uso de los demás para nuestro egoísmo, pretendemos crecer como personas en el bien auténtico, tenemos que aceptar la cruz, amarla intensamente y vivirla en todas sus exigencias.


Nos tenemos que convencer de que el amor a Dios no son simplemente palabras, como nos enseña Cristo. El amor a Dios nos tiene que doler, es decir, tiene que vivirse en los momentos más difíciles para nosotros: cuando sentimos la oscuridad en la fe, cuando sentimos la desgana ante las cosas espirituales, cuando nos cuesta especialmente alguna exigencia del Evangelio como el perdón o la humildad, cuando tenemos que renunciar a nosotros mismos para aceptar el misterio de Dios, cuando tenemos que doblegar nuestro racionalismo ante la evidencia de la fe, cuando tenemos que aceptar el hecho de que el perdón de los pecados se confiera a través del sacramento del perdón, cuando en la persona del Vicario de Cristo tenemos que ver a Cristo mismo, cuando en el Magisterio de la Iglesia tenemos que reconocer a Cristo Maestro que nos habla por medio de sus representantes. Cuando me cueste amar a Dios, entonces estaré afirmando que mi amor a él es auténtico. Por el contrario, tenemos que sospechar cuando el amor a Dios nos resulte fácil, cómodo, tranquilo. Entonces no estaremos amando a Dios, sino buscándonos a nosotros mismos.

Y, ¿qué decir del amor a los demás? La esencia del amor es darse y entregarse, lo cual va en contra necesariamente de esa tendencia tan habitual en el hombre que es el egoísmo. Cada acto de amor es como una renuncia a uno mismo, lo cual se experimenta como dolor, aunque el amor sea capaz de darle un hermoso sentido. Por ello, tenemos que decidirnos a pasar por encima de nuestro egoísmo, aunque nos duela, cuando en casa nos resulte complicado sacrificarnos por los hijos o salir de nuestro mundo para entrar en contacto con el mundo de la mujer, cuando en el mundo profesional sintamos ganas o deseos de complicar la vida a cualquier precio a quienes compiten contra nosotros, cuando en la vida diaria sentimos que otros han pisoteado nuestros sentimientos y nos encontramos dolidos, cuando tenemos que mortificar nuestra lengua o nuestro pensamiento para no caer en el juicio temerario o en la crítica frívola, cuando hay que levantarse de la comodidad para servir y colaborar. Es natural que el amor a los demás esté hecho de renuncias propias, es decir, de gotas de dolor que, en este caso, sólo embellecen la propia vida.

Y finalmente, el amor verdadero a uno mismo tiene que aliarse con el dolor. Generalmente, porque nos atenaza la comodidad y no queremos sufrir, nos privamos a nosotros mismos de grandes posibilidades. No cultivamos nuestra mente, porque nos cuesta leer y formarnos, no desarrollamos los talentos que Dios ha depositado en nosotros, porque afirmamos que la vida en sí misma es ya muy complicada, no cuidamos muchas veces hasta nuestra misma salud porque no queremos renunciar a nuestros gustos y caprichos. Amarse correctamente a uno mismo es disponerse a luchar y a sufrir con el objetivo de crecer como persona, pasando por encima de criterios de comodidad y de pereza. En cambio, el amor a nosotros mismos, que nos destruye, es ese amor que nos lleva a buscar en cada momento lo fácil, lo barato, lo vulgar, en todo lo cual no hay renuncia, sacrificio, esfuerzo.


La Cruz de Cristo se ha convertido a lo largo de los siglos en ese monumento, visible desde todas partes, del amor loco de Dios al hombre. Pero sería triste que la Cruz sólo suscitara en nosotros admiración. La Cruz debe inspirar seguimiento. La Cruz con Cristo para nosotros se convierte en camino de salvación y de progreso espiritual. La Cruz nos es necesaria en la vida para poder autentificar el amor a Dios. La Cruz nos es fundamental en la vida para poder demostrar a los demás la sinceridad de nuestro amor. La Cruz nos es clave en la vida para poder salvarnos y ser felices en nuestro peregrinar por la tierra. Dígamosle a Cristo con las palabras de Santiago Apóstol que queremos bebe el cáliz que él va a beber y ser bautizados con el bautismo que él va a ser bautizado.


Autor: P. Juan J. Ferrán.

miércoles, 24 de julio de 2013

LA LUZ DE LA FE

Autor: Pablo Cabellos Llorente
            El título de la encíclica del Papa Francisco  recuerda a la de Juan Pablo II  "El esplendor de la Verdad". Ambas tienen  en común el empeño en poner de relieve que la verdad -sea de la razón o de la fe- es luminosa. Es cierto que muchas veces esa luz es incompleta porque se puede avanzar más en su comprensión, pero siempre es luz, transparencia, belleza, posibilidad grande del ser humano. Aún está más relacionada con "Fides et Ratio". Los tres insignes documentos salen al paso de algo que advirtió san Josemaría: "Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema".
         Al inicio, ilustra los motivos en que se basa el documento, que acuden justamente a los términos reales del problema: el primero es recuperar el carácter de luz propio de la fe, capaz de iluminar toda la existencia del hombre, de ayudarle a distinguir el bien del mal, sobre todo en una época en la que  creer se opone investigar, y ve la fe  como una ilusión, un salto al vacío que impide la libertad del hombre. En segundo lugar, la Lumen Fidei -justo en el Año de la Fe, 50 años después del Concilio Vaticano II, un "Concilio sobre la Fe"- quiere vigorizar la percepción de la amplitud de los horizontes abiertos por la fe para confesarla en su unidad e integridad. La fe no es un presupuesto que hay que dar por descontado, sino un don de Dios que alimenta y fortalece la Iglesia. Pero ni irracional ni anticientífico. Es más, la luz de la razón autónoma respecto a Dios no permite iluminar suficientemente el futuro, deja al hombre en la oscuridad, con miedo a lo desconocido.
        Yendo solamente al núcleo del documento, empleando una analogía, el Papa recuerda que en la vida diaria confiamos en "la gente que sabe las cosas mejor que nosotros" -el arquitecto, el farmacéutico, el abogado-, así también en la fe necesitamos a alguien fiable y experto en "las cosas de Dios" y Jesús es "aquel que nos explica a Dios." Por esta razón, creemos a Jesús cuando aceptamos su Palabra, y creemos en Jesús cuando lo acogemos en nuestras vidas, nos confiamos a él y vemos con sus ojos.
        El capítulo segundo muestra más intensamente la relación con el esplendor de la verdad.  El Papa demuestra la estrecha relación entre fe y verdad, la verdad fiable de Dios, su presencia fiel en la historia. "La fe, sin verdad, no salva. Se queda en una bella fábula, la proyección de nuestros deseos de felicidad." Y hoy, debido a la "crisis de verdad en que nos encontramos", es más necesario que nunca subrayar esta conexión, porque la cultura contemporánea tiende a aceptar sólo la verdad tecnológica, lo que el hombre puede construir y medir con la ciencia experimental, lo que es "verdad porque funciona", o las verdades  subjetivas, no válidas para el bien común. Por el contrario, la fe, que nace del amor de Dios, hace fuertes los lazos entre los hombres y se pone al servicio concreto de la justicia, el derecho y la paz. 
        Actualmente se mira como sospechosa la "verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto", porque se la asocia erróneamente a los grandes relatos totalitarios del siglo XX. Esto, sin embargo, implica el "gran olvido en nuestro mundo contemporáneo" que -en beneficio del relativismo y temiendo el fanatismo- olvida la pregunta sobre la verdad, sobre el origen de todo, la pregunta sobre Dios que, si no obtiene respuesta, deja la vida sin sentido. La encíclica manifiesta el vínculo entre fe y amor, entendido como el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da nuevos ojos para ver la realidad. Si, pues, la fe está ligada a la verdad y al amor, entonces "amor y verdad no se pueden separar", porque sólo el verdadero amor resiste la prueba del tiempo y se convierte en fuente de conocimiento. Y puesto que el conocimiento de la fe nace del amor fiel de Dios, "verdad y fidelidad van juntos".

         En el diálogo fe-razón es importante percibir que "la verdad que buscamos, la que da sentido a nuestro pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca". Si la verdad es la del amor de Dios,  no se impone con violencia, Dios no aplasta al individuo. La fe no es intransigente, el creyente no es arrogante, la verdad vuelve humildes y conduce a la convivencia y al respeto. La fe facilita el diálogo con la ciencia,  despertando el sentido crítico y ampliando horizontes de la razón, invitándonos a mirar con asombro la Creación;  el encuentro interreligioso, al que el cristianismo ofrece su contribución;  el diálogo con los no creyentes que siguen buscando; con los que "intentan vivir como si Dios existiese", porque "Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón".

María Magdalena, la enamorada de Dios

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida es Cristo"
Realmente nos encontramos en el Evangelio a un personaje muy especial del que nos pareciera saberlo todo y del que casi no sabemos nada: María Magdalena. Magdalena no es un apellido, sino un toponímico. Se trata de una María de Magdala, ciudad situada al norte de Tiberíades. Sólo sabemos de ella que Cristo la libró de siete demonios (Lc 8, 2) y que acompañaba a Cristo formando parte de un grupo grande mujeres que le servían. Los momentos culminantes de su vida fueron su presencia ante la Cruz de Cristo, junto a María, y, sobre todo, el ser testigo directo y casi primero de la Resurrección del Señor. A María Magdalena se le ha querido unir con la pecadora pública que encontró a Cristo en casa de Simón el fariseo y con María de Betania. No se puede afirmar esto y tampoco lo contrario, aunque parece que María Magdalena es otra figura distintas a las anteriores. El rostro de esta mujer en el Evangelio es, sin embargo, muy especial: era una mujer enamorada de Cristo, dispuesta a todo por él, un ejemplo maravilloso de fe en el Hijo de Dios. Todo parece que comenzó cuando Jesús sacó de ella siete demonios, es decir, según el parecer de los entendidos, cuando Cristo la curó de una grave enfermedad.


María Magdalena es un lucero rutilante en la ciencia del amor a Dios en la persona de Jesús. ¿Qué fue lo que a aquella mujer le hechizó en la persona de Cristo? ¿Por qué aquella mujer se convirtió de repente en una seguidora ardiente y fiel de Jesús? ¿Por qué para aquella mujer, tras la muerte de Cristo, todo se había acabado? María Magdalena se encontró con Cristo, después de que él le sacara aquellos "siete demonios". Es como si dijera que encontró el "todo", después de vivir en la "nada", en el "vacío". Y allí comenzó aquella historia.

El amor de María Magdalena a Jesús fue un amor fiel, purificado en el sufrimiento y en el dolor. Cuando todos los apóstoles huyeron tras el prendimiento de Cristo, María Magdalena estuvo siempre a su lado, y así la encontramos de pié al lado de la Cruz. No fue un amor fácil. El amor llevó a María Magdalena a involucrarse en el fracaso de Cristo, a recibir sobre sí los insultos a Cristo, a compartir con él aquella muerte tan horrible en la cruz. Allí el amor de María Magdalena se hizo maduro, adulto, sólido. A quien Dios no le ha costado en la vida, difícilmente entenderá lo que es amarle. Amor y dolor son realidades que siempre van unidas, hasta el punto de que no pueden existir la una sin la otra.


El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor total. "Para mí la vida es Cristo", repetiría después otro de los grandes enamorados de Cristo. Comprobamos este amor en aquella escena tan bella de María Magdalena junto al sepulcro vacío. Está hundida porque le han quitado al Maestro y no sabe dónde lo han puesto. La muerte de Cristo fue para María un golpe terrible. Para ella la vida sin Cristo ya no tenía sentido. Por ello, el Resucitado va enseguida a rescatarla. Se trata seguro de una de las primeras apariciones de Cristo. Era tan profundo su amor que ella no podía concebir una vida sin aquella presencia que daba sentido a todo su ser y a todas sus aspiraciones en esta vida. Tras constatar que ha resucitado se lanza a sus pies con el fin de agarrarse a ellos e impedir que el Señor vuelva a salir de su vida. 

El amor de María Magdalena a Cristo fue un amor de entrega y servicio. Nos dice el Evangelio que María Magdalena formaba parte de aquel grupo de mujeres que seguía y servía a Cristo. El amor la había convertido a esta mujer en una servidora entregada, alegre y generosa. Servir a quien se ama no es una carga, es un honor. El amor siempre exige entrega real, porque el amor no son palabras solo, sino hechos y hechos verdaderos. Un amor no acompañado de obras es falso. Hay quienes dicen "Señor, Señor, pero después no hacen lo que se les pide". María Magdalena no sólo servía a Cristo, sino que encontraba gusto y alegría en aquel servicio. Era para ella, una mujer tal vez pecadora antes, un privilegio haber sido elegida para servir al Señor.


El amor de María Magdalena a Cristo constituye para nosotros una lección viva y clarividente de lo que debe ser nuestro amor a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, a la Trinidad. Hay que despojar el amor de contenidos vacíos y vivirlo más radicalmente. Hay que relacionar más lo que hacemos y por qué lo hacemos con el amor a Dios. No debemos olvidar que al fin y al cabo nuestro amor a Dios más que sentimientos son obras y obras reales. El lenguaje de nuestro amor a Dios está en lo que hacemos por Él.

En primer lugar, podemos vivir el amor a Dios en una vida intensa y profunda de oración, que abarca tanto los sacramentos como la oración misma, además de vivir en la presencia de Dios. En estos momentos además nuestra relación con Dios ha de ser íntima, cordial, cálida. Hay que procurar conectar con Dios como persona, como amigo, como confidente. Hay que gozar de las cosas de Dios; hay que sentirse tristes sin las cosas de Dios; hay que llegar a sentir necesarias las cosas de Dios. 

En segundo lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la rectitud y coherencia de nuestros actos. Cada cosa que hagamos ha de ser un monumento a su amor. Toda nuestra vida desde que los levantamos hasta que nos acostamos ha de ser en su honor y gloria. No podemos separar nuestra vida diaria con sus pequeñeces y grandezas del amor a Dios. No tenemos más que ofrecerle a Dios. Ahí radica precisamente la grandeza de Dios que acoge con infinito cariño esas obras tan pequeñas. De todas formas la verdad del amor siempre está en lo pequeño, porque lo pequeño es posible, es cotidiano, es frecuente. Las cosas grandes no siempre están al alcance de todos. Además el que es fiel en lo pequeño, lo será en lo mucho.


Y en tercer lugar, tenemos que vivir el amor a Dios en la entrega real y veraz al prójimo por Él. "Si alguno dice: Yo amo a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no pude amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4,20). El amor a Dios en el prójimo es difícil, pero es muchas veces el más veraz. Hay que saber que se está amando a Dios cuando se dice NO al egoísmo, al rencor, al odio, a la calumnia, a la crítica, a la acepción de personas, al juicio temerario, al desprecio, a la indiferencia, a etiquetar a los demás; y cuando se dice SÍ a la bondad, a la generosidad, a la mansedumbre, al sacrificio, al respeto, a la amistad, a la comprensión, al buen hablar. La caridad con el prójimo va íntimamente ligada a la caridad hacia Dios. Es una expresión real del amor a Dios.


Autor: Juan J. Ferrán, L.C.

lunes, 22 de julio de 2013

María, una mujer nueva

La que ama en vez de odiar, que reza en vez de blasfemar, que bendice y no maldice, que perdona y no guarda rencores, que hace la voluntad de Dios y no la suya. 
María es el modelo de la criatura nueva. Si queremos llegar a ser santos, debemos de ver en María un testimonio digno de imitación y no simplemente de contemplación. En la medida en que la imitemos, llegaremos a ser esa criatura que ama en vez de odiar, que reza en vez de blasfemar, que bendice y no maldice, que perdona y no guarda rencores, que hace la voluntad de Dios y no sus propios caprichos.

Pero existe dentro de cada persona una criatura vieja, contraria a la nueva. Es la criatura que sentimos dentro de nosotros y que nos ofrece muchas veces la sociedad: criatura vieja, como viejo el pecado y la división; como vieja es la confusión y atolondramiento; como vieja es la indiferencia, la prepotencia o la pérdida de toda ilusión.

¡Qué gran abismo existe entre María y ciertos modelos que nos presenta la sociedad de hoy! Son quizá hermosos por fuera, pero por dentro están vacíos muchos de ellos.

Si quieres caer en la trampa del viejo mundo, es muy fácil: déjate llevar por las pasiones y caprichos. "Hoy no me apetece ir a Misa", no vayas; "me da pereza asistir al trabajo", no asistas; "lo quiero matar", ¿qué esperas?; "le diré sus verdades", díselas. Haz lo contrario de lo que dice el Evangelio: odia a Dios sobre todas las cosas, aborrece a tu enemigo, si alguien te pega en la mejilla izquierda, pégale en la derecha; si uno te quita la túnica, quítale tú el manto; si el otro te pide que lo acompañes una milla; pídele tú que te acompañe dos.

En cambio si deseas ser criatura nueva, sigue el ejemplo de María sé humilde y ama a tus seres queridos, pero también al que te cae antipático o te ha puesto una zancadilla en los negocios. Aprende a perdonar al que te ha calumniado o hablado mal de ti, robándote tu buena fama. Sirve a los demás con amor, y no te sirvas de ellos para planes poco nobles o incluso indignos de tu fe cristiana.... María, junto a la cruz de Jesús, nos fue dada como madre a todos. María aceptó esa maternidad, perdonando y amando, como lo hizo Jesús, a los verdugos. Y sucedió un milagro de gracia: uno de ellos, el centurión, creyó y se convirtió en criatura nueva.