"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 30 de septiembre de 2011

OPINIONES SOBRE LA IGLESIA

OPINIONES  SOBRE  LA  IGLESIA
Autor: Pablo Cabellos Llorente
            Es posible opinar sobre todo, pero mejor con fundamento. Por tanto, se pueden hacer juicios sobre la Iglesia, sobre actuaciones de hombres de Iglesia -no es lo mismo-, sobre determinados aspectos de la doctrina católica, etc., pero preferiblemente realizándolo con razones que cimenten la opinión. Un ejemplo:  es frecuente motejar como desfasada la doctrina de la Iglesia -¿cómo no?- en el tema sexual. Recientemente oí en la radio alguien que juzgaba así, afirmando como de sentido común la admisión de  todo en este campo. Ese "sentido común" sexual ya existía en la Roma imperial y no importó a los cristianos chocar con el ambiente. Escuché de niño que el sentido común es el menos común de los sentidos pero, además, la Iglesia no se guía  por el sentido común, sino por la revelación de Dios, que comporta y supera ese sentido.
            Otro ejemplo: un amigo me narraba lo expuesto por un compañero: le animaba al olvido momentáneo de su fe católica -naturalmente para evitar dogmas- y pasaba a continuación a fabricar una serie de juicios poco menos que infalibles sobre la Iglesia a partir de la pederastia, el gasto en las catedrales, curas con barragana, etc. Se huye del dogma que uno cree  procedente de Dios y se aplican rigideces humanas.
             No hay que asombrarse: ya le sucedió a Cristo de muy diversas maneras, tanto que la contradicción lo llevó hasta la Cruz. También podemos pensar en la interrogación a sus Apóstoles sobre lo que se decía de él: unos dicen que eres Elías, otros que Jeremías,  alguno de los profetas o Juan Bautista que ha resucitado. -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro en nombre del resto: -Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
            Bien, pues es necesario comenzar por ahí para entender la Iglesia. De otro modo, se puede opinar, pero se disparata más que sí yo intentara escribir sobre física cuántica. La Iglesia es lo que es. Y ninguno pretenda  que sea diversa, porque nadie lo ha conseguido en dos mil años a pesar de los muchos errores de los cristianos. Hay una línea que une Dios, Cristo, la Iglesia cuya ruptura origina otra realidad diversa. Lo que equivale a manifestar que hay un estrecho vínculo entre Revelación de Dios, Jesucristo como culmen de esa revelación, y la Iglesia -con su Magisterio- como medio para asegurar que no se desvirtúe  lo manifestado por Dios y se nos apliquen los méritos de Cristo. Puede no gustar, pero es así.
 La Iglesia es Cristo en la historia, una realidad gozosa, que no se quiebra a pesar de las maldades de los hombres. Si procuramos vivir esa realidad, "ser cristiano -decía Benedicto XVI en Luz del Mundo- no debe convertirse en algo así como un retrato arcaico que de alguna manera retengo y que vivo en cierta medida de forma paralela a la modernidad. Ser cristiano es en sí mismo algo vivo, algo moderno, que configura y plasma toda mi modernidad y que, en ese sentido, la abraza en toda regla". Abiertos, alegres, libres, hombres y mujeres de nuestro tiempo, apasionados por la verdad, lo que significa ser lo que Dios quiere, vivir su legado, y no la pretensión de crear una Iglesia muy lejana de la voluntad institucional de Cristo.
Publicado en  Levante-EMV el 30.09.11

Para meditar las palabras del Ave María

Para meditar las palabras del Ave María
Dios te salve, Bendita. Y bendícenos a nosotros. Dios te salve, María, llena eres de gracia.

Vamos a meditar las palabras del Ave María, para que al repetirlas disfrutemos mas el Rosario


Dios te salve

Te saludo con todo mi amor
y con toda la alegría de mi corazón.´
Dios te salve, Bendita.
Y bendícenos a nosotros,
los hijos de la Bendita entre todas las mujeres.
Todos tus hijos del mundo,
en las ciudades populosas, en los valles y montañas de los cinco continentes
te saludan a diario cuando rezan el avemaría.
Yo me uno a ese coro de hijos amantes y felices,
Oh Madre bendita.
Sí, bendita mil veces, bendita para siempre.
Dios te salve...


María

Me encanta pronunciar tu nombre porque es el tuyo: María, Virgen María, Santa María de Guadalupe.
Tu nombre ha poblado de bellas iglesias
las ciudades y las montañas.
Lo pronuncian con grandísimo amor y ternura
los jóvenes, los adultos y los niños,
Tu nombre lo llevan con orgullo santo
millones de mujeres del mundo cristiano.
Porque te aman y porque quieren parecerse a Ti.
Necesitamos de verdad en nuestro mundo
muchas Marías que tengan un corazón
parecido al tuyo.
María bendita, míranos con tus ojos de cristal,
con tus ojos purísimos de paloma,
y llénanos de tu perfumada presencia,
de tu ternura inmensa, de tu fe y de tu amor.
Dios te salve, María...


Llena eres de gracia

Cántaro que rebosa de la gracia, de la vida de Dios,
de su amor inefable, de su santidad.
Más santa y pura que todos los santos,
más que los querubines y serafines.
Por eso la belleza de tu alma y de tu rostro
son el encanto de tu Dios.
Y el encanto de nosotros también.
Nos colma de tanta alegría
saber que nuestra madre es tan santa,
tan bella, tan pura y tan sencilla.
Así te saludó el ángel: Llena de gracia,
impresionado de tu alma.
Dios te salve, María, llena eres de gracia...


El Señor es contigo

Esta frase de la Biblia
siempre va después del “No tengas miedo”.
Desde que naciste Dios ha estado contigo,
porque te cuidó como a su perla preciosa,
a su rosa exquisita.
Él te preparó desde muy niña con sus manos santas
para que fueras después su Madre santa.
Todo el amor infinito de Dios
cuidando una flor llamada María.
Estuvo contigo en tus años de infancia
cuidando a la niña más bella,
más santa, más querida.
Te cuidó en la adolescencia preparando tu alma
y tu cuerpo bendito y santísimo para la maternidad.
El Señor está contigo: Te lo dijo un arcángel
y él sabía lo que decía.
Contigo estuvo en los años de tu embarazo,
dentro de tu seno, haciéndose un niño
por amor a nosotros.
Toda tu vida terrena estuvo contigo.
Y Tú estuviste con Él.
Fuiste madre, nueva Eva, corredentora.
Estuvo contigo en la cruz, muriendo junto a Ti.
También estuviste Tú con Él,
hasta que murió en el patíbulo
y pasó de los brazos muertos de la cruz
a los brazos vivos y amorosos de su madre.
Estuvo contigo en los años de tu soledad,
santificando a su madre amadísima,
para que llegara al cielo resplandeciente como el sol y blanca como la luna.
Contigo está y estará por toda la eternidad en el cielo.
Dios te salve, María, llena eres de gracia,
El Señor es contigo....


Bendita Tú eres entre todas las mujeres

¿Qué es Eva comparada contigo?
¿Qué son las mujeres de la tierra junto a Ti?
Tú eres la imagen perfecta, única
de la mujer que quiso crear.
Por eso, las mujeres, si no se llaman Marías,
al menos deben serlo, parecerse a Ti
que eres el modelo preciosísimo
de la mujer cristiana.
Querer llamarse como Tú es una buena elección.
Pero parecerse a Ti debe ser su ideal.
Modelo de niña y mujer,
adorable modelo de madre y esposa.
Porque Tú pasaste por todas las etapas
del crecimiento de la mujer,
enseñando cómo se puede ser una gran mujer,
una mujer santa, un apóstol de Jesús,
y, además, una mujer feliz...
Con muy poco presupuesto, en una casita humilde,
pero donde estaba Dios,
y donde Dios está nada hace falta.
La pobre casita de María rebosaba de amor,
de santidad y de felicidad.
Dios te salve, María, llena eres de gracia,
El Señor es contigo.
Bendita Tú eres entre todas las mujeres...


Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús

Bendita la flor, bendito también el fruto.
Jesús, el amado del Padre
ha nacido de Ti como la rosa del rosal.
La rosa pertenece al rosal.
Jesús te pertenece, es tuyo, hijo tuyo,
fruto de tus purísimas entrañas.
Y Tú eres de Jesús, toda de Jesús,
pues Él, además de ser hijo tuyo,
es tu Dios omnipotente,
del que te consideras su esclava.
Jesús y Tú sois, además, de nosotros.
Jesús, porque Tú nos lo diste,
en un gesto de amor único y lleno de misericordia...
Y Tú nos perteneces porque Él te convirtió en Madre,
en Madre nuestra.
Entre las palabras que siempre meditas
en tu corazón, están éstas:
“Ahí tienes a tu hijo, ahí tienes a tu madre”.
Para nosotros esta sola frase constituye
todo un evangelio, una buena nueva.
Si Jesús es nuestro, si María es nuestra,
¿qué dificultad nos podrá derrotar?
¡Qué poco felices nos atrevemos a ser
cuando nos han dado la llave de la felicidad,
de la felicidad completa y eterna!
Dios te salve, María, llena eres de gracia,
El Señor es contigo,
Bendita Tú eres entre todas las mujeres
Y bendito es el fruto de tu vientre Jesús.


Santa María

Si María es tu nombre,
santa, santísima es tu sobrenombre,
La cualidad que siempre va con tu nombre.
Por eso tu nombre nos produce inmensa alegría
y al mismo tiempo gran respeto.
Santa María, dulce María, eres bellísimo jardín
donde crecen las flores más bellas.
Espiga dorada pletórica de fruto,
mística rosa, perfumada y más pura
que todas las rosas del mundo.
Santa María, dulce Madre, Virgen pura,
Reina bellísima y sencilla campesina
de la entrañable campiña de Nazaret.


Madre de Dios

Te amamos como Madre nuestra
y te veneramos como madre de Dios,
grandeza incomparable que te ennoblece
y nos llena de orgullo santo,
porque nuestra madre es también madre de Dios.
Para tan alto privilegio se requería
una Madre virgen
una virgen santa
una mártir del alma
una criatura llena de gracia
y una humildísima esclava del Señor,
que supiera decir: Hágase en Mí según tu palabra.
¿Cómo pudiste poseer al mismo tiempo
la máxima grandeza
y la más fina y profunda humildad?
Dios te consideró digna madre suya.
Aceptó ser Hijo de tus entrañas.
Te hizo grande el que todo lo puede
y tú te hiciste pequeña como una esclava
al completo servicio de tu Señor.
Madre y esclava del Señor.
Como Madre de Dios
me infundes un respeto inmenso.
Como esclava del Señor una ternura infinita.


Ruega por nosotros, pecadores

Somos tus hijos pecadores
Somos hijos pródigos que hemos recorrido
los senderos del pecado y del hastío.
Fuimos hijos de una madre pecadora,
antes de ser aceptados por una Madre Inmaculada.
Ruega a tu Hijo omnipotente,
Tú que eres la omnipotencia suplicante.
Ruega siempre para que no nos engañe más
el padre de la mentira.
Dile a Jesús que no tenemos vino,
que se nos ha terminado la alegría y el amor.
Pide para nosotros el milagro de la resurrección
cuando caemos muertos de cansancio y de dolor.
El que dijo ser la resurrección y la vida es hijo tuyo.
El que dijo ser la Verdad y la Vida, te llama Madre.
Entonces, suplícale que nos otorgue
la resurrección y la vida.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores...


Ahora...

El día de hoy,
El día de las oportunidades de santificarnos
o de pecar.
Hoy, el día al que le basta su afán.
El único día que tenemos en las manos.
Que lo llenemos de amor y de bondad.
Ahora líbranos de caer en la tentación.
Hoy que sepamos amar a nuestros prójimos,
Hoy que no endurezcamos el corazón,
Hoy que oigamos la voz del Espíritu Santo.
Ahora, en este presente que se transforma
constantemente en futuro.
Hoy, que el día de hoy amemos, nos santifiquemos,
Seamos instrumentos de la paz de Jesús.
Hoy, en esta pequeña vida que es el día presente.


Y en la hora de nuestra muerte. Amén.

En ese momento en el que se juega
nuestra salvación eterna.
Ese último día que sepamos decir
un último “Te amo en este mundo”
para repetirlo en la otra vida por siempre.
Ruega por los que en ese momento
no están preparados,
para que si no vivieron en gracia,
mueran en gracia de Dios
y no vayan al eterno dolor.
Ruega por los niños cuyo primer día de vida
coincide con el de su terrible muerte.
Así como lograste que el buen ladrón
se arrepintiera el día de su muerte,
consigue esa misma gracia a los pecadores
más rudos, a los que no aceptan a tu Hijo.
Une a la misericordia de Dios, tu bondad maternal
para salvarles de las garras de Satanás,
de la eterna condenación.
Ruega por nosotros pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Autor: P. Mariano de Blas LC .

jueves, 29 de septiembre de 2011

Los ángeles, compañeros de viaje

Los ángeles ven continuamente el rostro de Dios, pero también ven el nuestro. Se necesita hablar con él, llamarle, tratarlo como el amigo que es.

Los ángeles son mensajeros de Dios. Se encargan de cuidarnos aquí en la Tierra

Debido a su naturaleza espiritual, los ángeles no pueden ser vistos ni captados por los sentidos. En algunas ocasiones muy especiales, con la intervención de Dios, han podido ser oídos y vistos materialmente. La reacción de las personas al verlos u oírlos ha sido de asombro y de respeto. Por ejemplo, el profeta Daniel y Zacarías.

La misión de los ángeles es amar, servir y dar gloria a Dios, ser sus mensajeros, cuidar y ayudar a los hombres. Ellos están constantemente en la presencia de Dios, atentos a sus órdenes, orando, adorando, vigilando, cantando y alabando a Dios y pregonando sus perfecciones. Se puede decir que son mediadores, custodios, protectores y ministros de la justicia divina.

Los ángeles nos comunican mensajes del Señor importantes en determinadas circunstancias de la vida. En momentos de dificultad, se les puede pedir luz para tomar una decisión, para solucionar un problema, actuar acertadamente, descubrir la verdad; por ejemplo tenemos las apariciones a la Virgen María, San José y Zacarías. Todos ellos recibieron mensajes de los ángeles.

Los ángeles presentan nuestras oraciones al Señor y nos conducen a Él. Nos acompañan a lo largo de nuestra vida y nos conducirán, con toda bondad, cuando muramos, hasta el Trono de Dios para nuestro encuentro definitivo con Él. Éste será el último servicio que nos presten, pero el más importante, pues al morir no nos sentiremos solos. Como ejemplo de ello, tenemos al arcángel Rafael cuando dice a Tobías: “Cuando ustedes oraban, yo presentaba sus oraciones al Señor” (Tob 12,12-16).

Los ángeles nos animan a ser buenos. Ellos ven continuamente el rostro de Dios, pero también ven el nuestro. Debemos tener presentes las inspiraciones de los ángeles para saber cómo obrar correctamente en todas las circunstancias de la vida. Como ejemplo de esto, tenemos el texto que nos dice: “Los ángeles se regocijan cuando un pecador se arrepiente” (Lc 15,10).

La misión de los ángeles es acompañar a cada hombre en el camino por la vida, cuidarlo en la tierra de los peligros de alma y cuerpo, protegerlo del mal y guiarlo en el difícil camino para llegar al Cielo. Se puede decir que es un compañero de viaje que siempre está al lado de cada hombre, en las buenas y en las malas. No se separa de él ni un solo momento. Está con él mientras trabaja, mientras descansa, cuando se divierte, cuando reza, cuando le pide ayuda y cuando no se la pide. No se aparta de él ni siquiera cuando pierde la gracia de Dios por el pecado. Le prestará auxilio para enfrentarse con mejor ánimo a las dificultades de la vida diaria y a las tentaciones que se presentan en la vida.

Para que la relación de la persona con el ángel custodio sea eficaz, necesita hablar con él, llamarle, tratarlo como el amigo que es. Así podrá convertirse en un fiel y poderoso aliado nuestro. Debemos confiar en nuestro ángel de la guarda y pedirle ayuda, pues además de que él nos guía y nos protege, está muy cerca de Dios y le puede decir directamente lo que queremos o necesitamos. Recordemos que los ángeles no pueden conocer nuestros pensamientos y deseos íntimos si nosotros no se los hacemos saber de alguna manera, ya que sólo Dios conoce exactamente lo que hay dentro de nuestro corazón. Los ángeles sólo pueden conocer lo que queremos intuyéndolo por nuestras obras, palabras, gestos, etc.

También se les pueden pedir favores especiales a los ángeles de la guarda de otras personas para que las protejan de determinado peligro o las guíen en una situación difícil.

Es muy fácil que nos olvidemos de la existencia de los ángeles por el ajetreo de la vida y principalmente porque no los vemos. Este olvido puede hacernos desaprovechar muchas gracias que Dios ha destinado para nosotros a través de los ángeles. Por esta razón, la Iglesia ha fijado estas dos festividades para que, al menos dos días del año, nos acordemos de los ángeles y los arcángeles, nos alegremos y agradezcamos a Dios el que nos haya asignado un ángel custodio y aprovechemos este día para pedir su ayuda.

Actualmente se habla mucho de los ángeles: se encuentran libros de todo tipo que tratan este tema; se venden “angelitos” de oro, plata o cuarzo; las personas se los cuelgan al cuello y comentan su importancia y sus nombres. Hay que tener cuidado al comprar estos materiales, pues muchas veces dan a los ángeles atribuciones que no le corresponden y los elevan a un lugar de semi-dioses, los convierten en “amuletos” que hacen caer en la idolatría, o crean confusiones entre las inspiraciones del Espíritu Santo y los consejos de los ángeles.

Es verdad que los ángeles son muy importantes en la Iglesia y en la vida de todo católico, pero son criaturas de Dios, por lo que no se les puede igualar a Dios ni adorarlos como si fueran dioses. No son lo único que nos puede acercar a Dios ni podemos reducir toda la enseñanza de la Iglesia a éstos. No hay que olvidar los mandamientos de Dios, los mandamientos de la Iglesia, los sacramentos, la oración, y otros medios que nos ayudan a vivir cerca de Dios.
Autor: Teresa Fernández.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Para mí, una de las mejores canciones de ALBANO

Dios, siempre actual

¿Por qué no nos empeñamos en descubrir a Dios en todo, si en todo lo vamos a encontrar?

Una de las cosas que más nos deben importar en nuestra vida es que Dios sea siempre en nosotros Alguien y actual, vamos a hablar así. Que siempre sea de interés. Que nos preocupe siempre. Que nunca lo releguemos al olvido. Que Dios lo llene todo: nuestra oración, nuestro trabajo, nuestro amor, nuestro gozar, nuestras penas y nuestras preocupaciones. Que en todo, absolutamente en todo, esté presente Dios, porque Dios es para nosotros es interés sumo.

Se cuenta de un gran escritor católico que presentó un artículo sobre Dios a una revista francesa para su publicación. Lo lee el director, y dice visiblemente contrariado:

Hubiéramos preferido un artículo de actualidad.

O sea, que Dios era un ser algo pasado de moda, algo que había que arrinconar, algo que ya no interesaba. Afortunadamente, nosotros somos unas personas que decimos todo lo contrario:

¿Dios?... ¡Bienvenido sea su recuerdo! Que no se oscurezca nunca de la mente, ni se escape del corazón...

Esos que así se desinteresan de Dios no reflexionan sobre el mal que se echan encima. Nada más abrir la magna carta de San Pablo a los fieles de Roma, se encuentran con unas palabras que podrían hacerles temblar, y que podemos expresar de este modo:
¿No se dan cuenta de que ni los mismos paganos van a tener excusa en el tribunal de Dios? ¿Es que no ven a Dios en todas sus obras? ¿Tan ciegos están? ¿No saben leer el nombre de Dios en las estrellas, ni adivinarlo en una flor, ni encontrarlo en la sonrisa de una madre feliz, ni descubrirlo en el propio corazón, ni percibirlo en el grito de la conciencia?...

Al revés de esos que se cierran para no descubrir a Dios, vemos cómo los pensadores más grandes han sido creyentes. Los sabios, ordinariamente, son los primeros convencidos de que hay un Dios, y lo respetan, lo veneran, y esperan en Él.

Y nosotros, con muchas o pocas luces en nuestra inteligencia, pero con una fe inmensa recibida de Dios, cultivada por nosotros con esmero, gozamos cuando oímos y leemos algo de Dios, porque así avanzamos en el conocimiento de un Dios inmenso, incomprensible, pero que se esconde entero en nuestro corazón.

A los niños de la catequesis les enseñábamos un canto muy de niños: No hay reloj sin relojero, ni mundo sin Creador. Era un canto para niños, pero lo interesante es que un gran filósofo tenía bastante con este pensar de los niños, y se extasiaba ante un reloj precisamente, mientras se iba diciendo durante mucho rato:
El relojero es anterior al reloj, esto es evidente. Sin un relojero, no existiría el reloj. Y se decía a sí mismo entonces: Por lo mismo, el que ha hecho el mundo es anterior al mundo. Entonces, Dios es eterno.

Este sabio, de la obra del hombre, como es un reloj, ascendía con gran naturalidad a la obra de Dios y a Dios mismo.

Otro de los sabios más grandes, observador del firmamento, y el que determinó la ley de la gravitación universal, se descubría reverente la cabeza cuando oía el nombre de Dios.

La obra de Dios le hacía llegar al mismo Autor del Universo.

Un investigador moderno de la vida de los animales, y cuyos libros son una delicia, decía después de tanto estudio:

Yo no puedo decir que creo en Dios. Yo no puedo creer, porque yo veo a Dios.


Este observador de la Naturaleza, en los animalitos más pequeños encontraba la existencia de Dios de tal modo que casi se le hacía evidente.

Y es que toda la creación no es más que una moneda de oro en la que Dios el Creador acuñó su imagen, para que lo reconozca cualquiera que sepa leer y tenga ganas de interpretarla.

¿Ha pasado de moda esta manera de presentar la prueba de la fe? No; ni mucho menos. Por desgracia, hay todavía ateos en el mundo, y conviene ayudarles a abrir los ojos.

Pero no es esto precisamente lo que ahora nos interesa a nosotros. Nosotros, creyentes, lamentamos otra cosa, como es el disfrutar de la creación y no ayudarnos a tener a Dios mucho más presente en nuestra vida.

Hoy no vivimos estables en un rincón de nuestra tierra, sin más horizonte que unos kilómetros a nuestro alrededor. Hoy nos movemos mucho. Cada día descubrimos nuevos rincones cargados de belleza. La televisión nos ofrece programas estupendos sobre las maravillas del mundo. ¿Somos capaces de elevarnos a Dios aprovechando todos esos medios?

San Ignacio de Loyola acaba sus Ejercicios Espirituales con una magnífica meditación, llamada Contemplación para alcanzar amor.

Cuando se mira una planta, un gusanillo, el cielo tachonado de estrellas, todas las criaturas y todos los acontecimientos, se debe descubrir a Dios, para subir más hacia Él y crecer intensamente en su amor.

Así lo entendió un gran discípulo de San Ignacio, astrónomo de fama mundial, que escribió para su lápida sepulcral:

De la visión del cielo es corto el camino para llegar a Dios.

Volvemos a lo del principio: ¿Queremos que Dios nos interese a lo largo de todo el día? ¿Queremos que su luz se acreciente más en nuestra mente y que su amor encienda cada vez más nuestro corazón?... ¿Por qué no nos empeñamos en descubrirlo en todo, si en todo lo vamos a encontrar?...
Autor: Pedro García, Misionero Claretiano.

martes, 27 de septiembre de 2011

Prepárate! en Octubre, no dejes de rezar el Rosario

Hagamos un alto en nuestro diario vivir. Quince minutos tan solo...y con seguridad que el mundo y "nuestro mundo" será mejor.

Ya pronto empezaremos Octubre y lo celebramos como el mes del rosario.

Rezar el rosario para algunas personas es un tiempo desperdiciado en una letanía de repetidas oraciones, que en la gran mayoría, están dichas de una manera distraída y maquinalmente. Pero no es así. El hecho de ponernos a rezarle ya es un acto de amor a la Madre de Dios. Es una súplica constante y repetida para pedir perdón y rogarle por nosotros y por todos los hombres en el presente y también en la hora de la muerte.

Rezar el rosario es meditar en los Misterios de la Vida de Cristo, de suerte que el rosario es una especie de resumen del Evangelio, un recuerdo de la vida, los sufrimientos, los momentos luminosos y transcendentales y glorificación del Señor, siempre acompañado de los momentos de grandeza de la Santísima Virgen, su Madre, siendo así una síntesis de su obra Redentora.

Rezar el rosario es un método fácil y adaptable a toda clase de personas, aún las menos instruidas y una excelente manera de ejercitar los actos más sublimes de fe y contemplación. El Padrenuestro con el que se empieza cada Misterio es la oración que Cristo nos enseñó y quienes lo han penetrado a fondo no pueden cansarse de repetirlo. En cuanto el Avemaría, toda ella está centrada en el Misterio de la Encarnación y es la oración más apropiada para honrar dicho Misterio. Aunque en el Avemaría hablamos directamente a la Santísima Virgen e invocamos su intercesión, esa oración es sobre todo una alabanza y una acción de gracias a su Hijo por la infinita misericordia que nos mostró al encarnarse en Ella y hacerse hombre para su Misión redentora.

La Santísima Virgen en sus repetidas apariciones , siempre ha sido la súplica más importante que en sus mensajes nos ha dado. Ella nos ha pedido que recemos el rosario. Ella nos lo pide insistentemente porque tiene su rezo un GRAN VALOR. Quiere que repitamos una y otra vez la súplica, la alabanza, con la esperanza puesta en su gran amor por toda la Humanidad.

Tal vez, por lo repetitivo del rezo, como decía Santa Teresa, la "loca de la casa", nuestra mente, se nos vaya de aquí para allá en pertinaz distracción, pero aún así nuestro corazón y nuestra voluntad está puesto a los pies de la Madre de Dios, y esas Avemarías son como el incienso que sube en oscilantes volutas hasta el corazón de nuestra Madre la Virgen Santísima.

Nuestro mundo se está olvidando de rezar. Tenemos fe, creemos en Dios pero no hablamos con El. El mundo actual, ahora más que nunca, necesita de muchos rosarios.

Hagamos un alto en nuestro diario vivir. Quince minutos tan solo...y con seguridad que el mundo y "nuestro mundo" será mejor.
Autor: Ma Esther de Ariño

lunes, 26 de septiembre de 2011

Ford presentó un innovador modelo de bicicleta eléctrica

Fabricada de aluminio y carbono, es notoriamente liviana. Alcanza 25 km/h de velocidad y posee un panel de control sobre el volante para conectar un celular.


E-bike: la bicicleta eléctrica de Ford que usa un celular como panel de control.


A través de un comunicado, la gigante del automovilismo estadounidense Ford presentó un prototipo de bicicleta eléctrica, denominada Ford E-Bike Concept, en el último Salón Internacional del Automóvil en Frankfurt.

Ford explicó que el modelo fue desarrollado para mostrar cómo el lenguaje de diseño de la firma puede trasladarse a una bicicleta y con el fin de poner en práctica los conocimientos de la empresa en relación con la movilidad eléctrica.

La bicicleta está fabricada con aluminio y carbono, lo que le permite que su cuadro sólo pese 2,5 kilos y alcance una velocidad de 25 km/h (más lo que uno puede pedalear) y posee una batería que, con una sola carga, otorga una autonomía de viaje de 85 km. Además, como gran innovación, el prototipo cuenta con un panel de control sobre el volante que puede conectarse directamente con un celular.

A través de esta conexión, se podrá acceder a información sobre el recorrido a través del GPS, monitorear datos como capacidad de la batería, velocidad, distancia, recordatorio de servicios y diagnóstico de sistema e incluso administrar la caja de cambio para elegir los tres modos de manejo: ahorro, confort y deportivo.

Además de todas estas innovaciones, el modelo cuenta con sensores como los de los autos de Fórmula 1, que permiten detectar qué tan fuerte estás pedaleando para luego aplicar una cantidad adecuada de energía para compensarlo.
Desde Ford dijeron que aún no hay fecha para la venta de esta bicicleta y que, por el momento, no tiene intención de producirla en serie aunque señalaron que seguirán trabajando sobre el prototipo.

El director del departamento de Personalización de Vehículos de la división de Atención al Cliente de Ford, Axel Wilke, explicó a medios locales que el mercado de bicicletas eléctricas está creciendo “de manera muy rápida”, ya que durante el pasado año se comercializaron cerca de 30 millones de unidades en 2010.

El prototipo de Ford se suma a las que fueron presentadas desde el 2009 por otras compañías automotoras como Peugeot o BMW.

Enlace articulo original: http://www.clarin.com/sociedad/Ford-presento-innovador-bicicleta-electrica_0_559144279.html

Silencio orante en la iglesia

No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, conversaciones que distraen.

Las iglesias, para los católicos, son un espacio muy especial. En ellas se celebra la Santa Misa. En ellas se imparte el sacramento de la confesión. En ellas queda reservado, en el Sagrario, el Cuerpo de Cristo. En ellas podemos encontrar un refugio para intimar con quien nos salva. Cada iglesia es, sencillamente, la casa de Dios.

Por eso, al entrar en un templo, la actitud que nace de la fe es la de un silencio orante. El lugar sagrado nos invita a abrir el corazón a las luces de Dios, al mundo del espíritu, a la gracia que salva.

No podemos ir a la iglesia con un corazón disperso. Tampoco es el lugar para saludos, para palabras vanas, para conversaciones que distraen.

Desde una mirada de fe, la iglesia se convierte en un lugar apto, maravilloso, para el encuentro con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1185) dice, al respecto, que “el templo también debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía”.

El alma, entonces, puede hacer suyas las palabras del salmista:

“¡Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Anhela mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Hasta el pajarillo ha encontrado una casa, y para sí la golondrina un nido donde poner a sus polluelos: ¡Tus altares, oh Yahveh Sebaot, rey mío y Dios mío! (...) Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre” (Sal 84,2-5).
Autor: P. Fernando Pascual LC.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Oficina de recolección de quejas

Nos ahogan miles de quejas con las que señalamos una y otra vez a los demás mientras olvidamos nuestros propios pecados y defectos.
El padre abad tuvo una idea. Redactó un texto y lo puso en las puertas del monasterio y de la parroquia:

“Visto que cada día cientos de personas se quejan por lo que hace o deja de hacer el obispo; por lo que hacen o dejan de hacer los sacerdotes; por lo que hacen o dejan de hacer los catequistas y los demás agentes de la pastoral; por lo que hacen o dejan de hacer los demás católicos.

Visto que nunca será posible ponernos de acuerdo sobre el color de las flores para las procesiones del Patrono, y que unos se quejarán contra lo que otros hayan decidido.

Visto que hay problemas reales que merecen ser solucionados pero que no se arreglan si nos limitamos a murmurar, cuando de lo que se trata es de hablar con quienes pueden poner remedio a los mismos.

Visto que existe el peligro de mirarnos continuamente a nosotros mismos, con todos nuestros defectos, pequeñeces y pecados, y olvidar a esa multitud de personas que siguen fuera de la Iglesia y que necesitan el testimonio de nuestra fe, esperanza y caridad.

Visto que pensamos que hay otros que no merecen el perdón de Dios, cuando en realidad nadie lo merece (nosotros tampoco), sino que Cristo lo ofrece a todos aquellos que se convierten de corazón.

Visto que podemos caer en el agujero de hablar más de los errores de la Iglesia que de los cientos de abortos que se cometen cada año en nuestra zona y en todo el mundo, que podemos dedicarnos a la crítica por la crítica mientras olvidamos que cada año mueren millones de personas de hambre o miles de ancianos sin que nadie les acompañe en sus últimos años.

Visto que nos ahogan miles de quejas con las que señalamos una y otra vez a los demás mientras olvidamos nuestros propios pecados y defectos.

Se instituye, al día de hoy, una oficina de recolección de quejas. Su funcionamiento se estipula como sigue:

1. No se admiten quejas de cosas simplemente escuchadas pero no comprobadas.

2. No se admiten quejas que nazcan de envidias, rencores, odios y desengaños del pasado o del presente.

3. No se admiten quejas anónimas.

4. No se admiten quejas que suponen en los demás intenciones desconocidas y que incurren, por lo mismo, en juicios temerarios o en el delito de la calumnia.

5. Se admiten aquellas quejas basadas en hechos reales y comprobados.

6. Se admiten quejas acompañadas de propuestas concretas de solución.

7. Se admiten quejas que se ofrecen con el deseo sincero de ayudar a otros, no las que simplemente buscan hundir a los demás.

8. Se admiten quejas maduradas en la oración y orientadas a promover una vida evangélica, litúrgica y eclesial profunda, fervorosa, responsable y alegre.

9. Se admiten quejas sobre temas importantes, no sobre asuntos de nuestra vida comunitaria que no tienen mayor relevancia.

10. Se admiten quejas que ayuden a orientar nuestros corazones a la misión y al rescate de tantos hermanos nuestros que se han alejado de la fe o que nunca han conocido realmente a Cristo.

11. Se admiten quejas que nacen del deseo sincero y práctico de mejorarnos antes a nosotros mismos que a los demás; quejas acompañadas de actos concretos de caridad, de servicio, de ayuda, de oraciones por nuestra comunidad, por la Iglesia entera, por todos los hombres y mujeres, especialmente por los más necesitados.

12. Se admiten quejas que nos lleven a despertar del letargo en el que nos sumerge el vicio de la avaricia y nos ayuden a vivir la auténtica pobreza evangélica, a compartir nuestros bienes con los necesitados y nuestro tiempo con quienes anhelan un poco de cariño y de atenciones.

Una vez recogidas, las quejas serán estudiadas en la oración para que, si así lo quiere Dios, puedan ayudarnos a mejorar la propia vida y la de la quienes están a nuestro lado.

Desde la fuerza de la gracia divina, esas quejas podrán convertirse en motivo de conversión. Sólo entonces nos permitirán crecer cada día en el Amor a Dios y a nuestros hermanos, sobre todo cuando son débiles, frágiles y pecadores como nosotros, y necesitan menos críticas destructivas y más cariño sincero que culmina en una corrección fraterna auténticamente cristiana.

Firmado y sellado con una oración a Jesucristo, manso y humilde de Corazón, y a la Virgen, Madre del buen consejo, en el día de hoy, el año de gracia del Señor dos mil y...”
Autor: P. Fernando Pascual LC.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Nacer de la Virgen María

María, con un amor inimaginable, nos lleva siempre como hijos pequeños, formando nuestra vida con la suya.

Una persona realmente cristiana no puede ni debe vivir más que de la vida de Nuestro Señor Jesucristo.

Esta vida divina debe ser el principio de todos sus pensamientos, de todas sus palabras y de todas sus acciones.

Jesucristo fue concebido en el seno de María por obra del Espíritu Santo. Jesucristo nació del seno virginal de María. Concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de María Virgen.
El bautismo y la fe hacen que empiece en nosotros la vida de Jesucristo. Por eso, somos como concebidos por obra del Espíritu Santo. Pero debemos, como el Salvador, nacer de la Virgen María.

Jesucristo quiso formarse a nuestra semejanza en el seno virginal de María. También nosotros debemos formarnos a semejanza de Jesucristo en el seno de María, conformar nuestra conducta con su conducta, nuestras inclinaciones con sus inclinaciones, nuestra vida con su vida.

María, con un amor inimaginable, nos lleva siempre en sus castas entrañas como hijos pequeños, hasta tanto que, habiendo formado en nosotros los primeros rasgos de su hijo, nos dé a luz como a Él. María nos repite incesantemente estas hermosas palabras de san Pablo: Hijitos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros (Gál 4,19). Hijitos míos, que yo quisiera dar a luz cuando Jesucristo se haya formado perfectamente en vosotros.
Autor: Ágora marianista.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Más allá de la muerte

Con lo que yo hago ahora, decido lo que va a ser mi existencia en la eternidad. Decido mi infierno o mi cielo.
¿Y después de la muerte, qué? Las respuestas pueden ser muchas. Si las intentamos reducir a lo esencial, nos encontramos con tres respuestas fundamentales.

La primera: después de la muerte no hay nada. Tú, yo, todos, nos vamos a desintegrar, desaparecemos. Nuestras partículas, olvidadas de lo que fueron, irán a parar a mil lugares distintos. Algunos serán recordados, pero la fama de los grandes hombres no les permite disfrutar un minuto de alegría después de atravesar la frontera del “no retorno”. Tampoco habrá justicia: el criminal, el ladrón, el traidor, se habrán ido, quizá sin haber sido castigados por la justicia humana. Una vez muertos, nadie podrá pedirles cuentas de sus fechorías...

La segunda: después de la muerte empieza una nueva vida terrena, o incluso sigue una serie de vidas (dos, tres, cinco, ¿mil?). Es decir, quizá nos reencarnemos. Nuestra alma volará y tomará otro cuerpo, tendrá una nueva existencia. Quizá seremos una mariposa, o un cangrejo, o un perro que persigue conejos en praderas interminables. Se inicia así una “segunda oportunidad”. Y esto nos llena de un cierto alivio: si lo hicimos todo mal en la vida anterior, quizá en la nueva podremos portarnos bien y merecer, en la siguiente reencarnación, un cuerpo un poco mejor del que nos haya tocado ahora.

La teoría de la reencarnación presenta muchas variantes según la respuesta que se dé a estas preguntas. ¿Cada uno escoge su nuevo tipo de vida? ¿Cuántas veces uno se puede reencarnar? ¿Y después? ¿Hay algún Dios que juzga y que decide el cuerpo que nos va a tocar? Lo extraño es que ninguno (al menos, de los que yo conozco) recuerda que tuvo una vida anterior a la que ahora tiene. Ni hemos visto a un perro o a un gato contarnos lo que hicieron cuando estaban al lado de Napoleón en la batalla de Waterloo... Pero la idea de una segunda oportunidad nos tienta de un modo extraño, y, tal vez, nos hace valorar poco la existencia que ahora tenemos. Y eso puede ser muy peligroso.

La tercera respuesta: después de la muerte, hay un juicio, y unos van al cielo y otros van al infierno. Sin más: no existe una “segunda oportunidad” en una eventual futura reencarnación... Cristianos, musulmanes y bastantes autores del judaísmo aceptan esta respuesta, si bien difieren en lo que sea el cielo o el infierno, o en el modo en el cual procederá el juicio.

Desde este último punto de vista, la vida actual, esta única vida antes del juicio, adquiere un valor enorme. Lo que yo hago ahora no se perderá en el universo (como se piensa en la primera respuesta), ni tendré una nueva ocasión de actuar mejor gracias a una reencarnación (segunda respuesta). Ahora determino y decido lo que va a ser, eternamente, mi existencia en la otra vida. Decido mi cielo o mi infierno.

Delante de la frontera de la muerte, la ciencia se detiene. Nos dice cuándo uno ya dejó de vivir la existencia que tuvo entre nosotros. Nos explica la descomposición del cuerpo, la destrucción total del cerebro, pero no lo que pasa al espíritu. Lo que hay al otro lado escapa al microscopio más perfecto. El mundo del espíritu es invisible, y la ciencia, menos mal, no puede tocarlo. Lo triste es vivir con un corazón eterno como si fuésemos un pedazo de materia orgánica obtenida por la casualidad evolutiva, sin esperanza ni amor.

Nos entusiasma poder amar y vivir en esta tierra. Nos llena de alegría acariciar a un niño o contemplar una estrella. Nos conmueve la ternura de un anciano y la mirada serena y tranquila de algunos “locos” que nos penetran con sus ojos entre compasivos y alegres. Pero, lo creemos de verdad, no somos capaces de intuir lo que nos espera más allá de la muerte.

Esta vida vale tanto que Dios quiso vivirla con nosotros. Cristo, el Hijo de Dios, dejó abierto el camino hacia el cielo. Nos reveló que hay un juicio, que el amor es todo, que el peligro del infierno acecha tras la muerte. Vale mucho nuestra vida, valen mucho nuestros actos. Pero no estamos solos. Desde una Cruz Jesús, el Resucitado, nos acompaña en nuestros dolores y fatigas. Y nos espera, para siempre, en la casa del Padre.
Autor: P. Fernando Pascual

jueves, 22 de septiembre de 2011

Jesús Sacramentado, enséñanos a ser humildes

Presente en esa Hostia donde los ojos del que "se hizo hombre y habitó entre nosotros" nos miran con su infinito amor.
En el Evangelio según San Juan l3, 1-15, se nos narra cuando Jesús lava los pies a los discípulos.

Con este pasaje del Evangelio de San Juan quedamos introducidos en la parte central de los acontecimientos más relevantes de nuestra fe. Ya estamos de lleno en ellos: LA ÚLTIMA CENA.

Jesús quiere despedirse de sus seguidores, de sus compañeros, de sus amigos.

Otra vez su gran humildad. Su gesto fino y lleno de ternura. Va lavándole los pies a aquellos hombres que lo habían visto ordenar a los vientos y a las olas la quietud en la tormenta, que le habían visto dar luz a los ojos de los ciegos, hacer andar a los paralíticos, sanar a los leprosos, resucitar a los muertos. Que lo habían visto radiante como el sol en su Transfiguración y ahora, con un amor inconmensurable, con una humildad sin límites les está lavando los pies.

Pedro está asustado, no acierta a comprender, pero ante las palabras de Jesús y con su vehemencia natural, le pide que le lave de los pies a la cabeza. Jesús va más alla.... está pensando en la humanidad y en esta humanidad estoy yo y falta poco para que no seamos lavados con agua, sino con su sangre que nos limpia y nos redime.

Jesús, entre los doce están los pies de aquel que te va a traicionar...y creo que tus manos tuvieron que temblar al lavar los pies de Judas. Acariciaste aquellos pies con amor y con tristeza y nos mandaste hacer eso mismo con nuestros semejantes, sin distinciones de este por que me cae bien o de este no por que me cae mal.

¡Que yo no olvide tu ejemplo y tu mandato, Señor! Que a todos los que me rodean en mi cotidiano vivir yo los acepte como son y tenga ante ellos esa postura de amor y de humildad que tú nos pides.

Y nuestra pobre mente no alcanza a comprender todo el profundo significado de este acto. Ya antes de morir te estás anonadando ante los hombres y después otra locura de ese amor que te abrasa el alma, que quema tu corazón por ello no quisiste dejarnos solos y poco después, haces del pan tu Cuerpo y del vino tu Sangre y te quedas para ser nuestro alimento.

Y ahora, presente en esa Hostia donde los ojos del que "se hizo hombre y habitó entre nosotros" nos miran con su infinito amor, le podemos decir eso que siempre espera...

Jesús Sacramentado, de rodillas te pedimos:

"Jesús, enséñame a quererte, como tú me quieres, enséñame a ver tu rostro en el rostro de mis semejantes, enséñame, Jesús a ser buena, a que tú seas el Eje de mi vida, esa vida que hoy pongo en tus manos, Señor, muy cerca de tu corazón y enséñame a acompañarte a Tí y a tu Santísima Madre con mi oración en todos los amargos tormentos de la ya muy cercana muerte de cruz" Amén.
Autor: Ma Esther de Ariño.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

FUMAR DURANTE EL EMBARAZO

Autor: Pablo Cabellos  Llorente
            Habiendo dejado el tabaco hace bastantes años, me sorprendió la saludable propaganda de un paquete de cigarrillos: Se muestra un no nacido en el vientre de su madre. Sobre la imagen se lee: "Las autoridades sanitarias advierten". En la parte inferior, la advertencia: "fumar durante el embarazo perjudica la salud de su hijo". No se especifica la edad del embrión o feto, basta estar embarazada para considerarlo un hijo al que se puede dañar fumando.
            Pero mi sorpresa no aconteció por la información sanitaria, que he de suponer buena, sino porque resulta que esa misma madre adquirió recientemente el "derecho" de matar a su hijo sin necesidad de fumar. No sé si vivimos en una sociedad plagada de hipocresía, de contradicciones, de sinrazones o de qué, para engendrar tales dislates. Y sé que es políticamente incorrecto afirmar que esto es un desatino. Hasta ese punto ha llegado nuestra irreflexión. Fumar es malísimo -y lo es-, pero matar, por muy pequeñito que sea el hijo, puede ser hasta bueno. Para algunos, una nueva libertad conquistada.
            Prácticamente, estamos en época electoral. Por cierto, en la anterior, el candidato ganador había prometido que en la legislatura ahora finiquitada no iría una nueva ley del aborto, aunque después fue. Y sucedió así como petición del partido gobernante, olvidando a la gran mayoría de sus votantes no afiliados al partido. No hablo en términos políticos, pido la  expresión de la verdad en las campañas electorales para que los ciudadanos sepan de veras a qué atenerse. Y es muy posible que en estos meses se obvie  esta ley alegando que estamos en otras preocupaciones: las económicas. Pues si es así, se estará triturando la vida, que es la razón de la economía  pero, además, puestos a ahorrar, vamos a empezar economizando tiempo y dinero en esta lamentable actividad.
            Yo vivía en Italia cuando se hizo el referéndum sobre el aborto y las razones de los partidarios eran, como siempre, puramente emocionales, sin ahondar en la cuestión: destruir una vida y dejar, con muchas probabilidades, una serie de secuelas en la madre, que nadie se ocupará de llevar ni siquiera a una anónima estadística. Recuerdo uno de los eslóganes pro-abortistas: Te tirarán a la cara la foto de tu hijo para hacerte votar como vota Almirante. Éste era jefe de filas del MSI, considerado como sucesor del fascismo. Y, claro, nada peor para un italiano que votar como Almirante. Lo que estaba en cuestión dejaba de interesar, se movía la atención hacia otra parte.
            Cuando en España se  hizo la primera ley contra la vida del no nacido, se habló y se escribió acerca del "drama del aborto". Así decían sus partidarios para afirmar de seguido que, aún siendo trágico, había casos en los que se concebía imprescindible. El ejemplo habitual fue el de la violada o el del hijo que venía con malformaciones. Este segundo ejemplo se utilizó menos porque no era muy correcto con los discapacitados. El resultado fue que el noventa y tantos por ciento de los abortos practicados tuvieron como causa la salud psicológica de la madre, en muchas ocasiones no demostrada, como se está viendo ahora en un proceso judicial conocidísimo y en curso.
            Y resulta que ese juicio parece arcaico en las actuales circunstancias, en las que hemos pasado -en ocasiones, asentado por las mismas personas- del "drama del aborto" a la "ampliación de las libertades", entre las que hemos alcanzado el derecho a matar al "nasciturus". Pienso que debo esforzarme por entender a todos, pero no es igual la comprensión con el errado que la conversión  del yerro en un logro social.
            No escribo fundamentalmente para los que hicieron la ley, sino para aquellos que pueden derogarla. Y a quienes deseen prolongarla, les solicitaría el esfuerzo de buscar frente a la muerte, y a los problemas posteriores originados, algo más consistente que aquello de que yo no quiero que ninguna mujer vaya a la cárcel por este motivo, porque sería difícil recordar cuándo fue la última; o lo de que el embrión es un ser vivo, aunque no un ser humano. En la cajetilla de tabaco lo han olvidado: es un hijo  de una embarazada sin especificaciones antropológicas.  Yo tampoco pretendo la prisión para nadie, salvo para el que la merezca: tal vez principalmente quien monta un negocio ilícito e inmoral con tan serio asunto. Más que el realizado con la guerra.
            José Gabaldón escribía en la Tercera de ABC que nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia 53/1985 hasta ahora no modificada) afirmó que la vida «es un devenir» que «comienza con la gestación» y genera «un tertium existencialmente distinto de la madre», o sea, un nuevo y distinto ser humano vivo y viviente, a respetar. Por eso formuló seguidamente la obligación que tiene el Estado de «protegerlo y no obstaculizar el proceso de su desarrollo». ¿Cómo puede admitirse la constitucionalidad de una ley que otorga el derecho a dar por terminado un proceso cuya protección es deber estatal?
            Y por encima de esto, ¿cómo puede negarse la vida, el derecho humano más elemental,  la ética primaria?

Mateo, de publicano a santo

El cobrador de impuestos, no calcula las consecuencias, no regatea. Deja absolutamente todo y comienza una nueva vida al lado de Cristo.

Mateo, el publicano, tuvo la gran suerte de encontrarse con Cristo y así su vida experimentó un gran cambio hasta convertirse en el gran apóstol y evangelista que conocemos. Experimentó sin duda la angustia y la tristeza del pecado desde su condición de publicano, pero después fue valiente y decidido a la hora de abandonar aquella vida para ponerse de rodillas ante la verdad de Dios que quería su corazón plenamente. Así se operó la conversión: de publicano a santo.

Al pasar vio a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: "Sígueme" (Mt 9, 9). La misión de Cristo fue siempre la de salvar al hombre de la esclavitud del mal. Parece que siempre está comprometido en esta lucha.

Cristo siempre pasa, y siempre se encuentra con alguien: con Zaqueo, con la Samaritana, con la pecadora pública. Al pasar se encuentra con Mateo, un publicano, un ser señalado por los judíos que se creían buenos, un hombre de mala reputación, un pecador. Cristo se dirige a él y le ofrece otro camino: cambiar la mesa de los impuestos por una vida de entrega generosa y desinteresada a los demás, cambiar la vida de pecado por una vida de amistad con Dios, cambiar en definitiva el corazón. Una auténtica conversión. Él acepta esta invitación, porque la mirada de aquel hombre le había hecho comprender su pobreza interior, la pobreza que siempre conlleva el pecado.

"Él se levantó y le siguió" (Mt 9,9). Admira la prontitud con que Mateo abandona su vida de pecado para abrazar el amor de Dios. No hace consideraciones, no calcula las consecuencias, no regatea a Cristo. Deja absolutamente todo y comienza una nueva vida al lado de Cristo. Realiza dos gestos, sintetizados en dos palabras: "Se levantó", como si se dijera que abandona aquella mesa, símbolo de su vida pasada y de su pecado; y es que para salir del pecado siempre hay que abandonar algo propio, personal. Y "le siguió", es decir, abrazó una nueva vida, una vida junto a Dios, una vida centrada en otros valores, una vida nueva en Cristo. No fue sin duda fácil para Mateo esta decisión, pero bien valía la pena probar otro camino distinto de aquel que se había convertido para él en tantos momentos de dolor, de angustia y de remordimiento.

"No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mt 9,13). Jesús aceptó la invitación de Mateo a comer en su casa, casa que se llenó enseguida de publicanos y pecadores. Los fariseos preguntaron a los discípulos por qué comía su Maestro con publicanos y pecadores. Pero fue Jesús el que les respondió: "No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender lo que significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio" (Mt 9, 10-13).

Es maravilloso el comprender cómo el Corazón de Dios busca la oveja perdida y cómo se llena de alegría verdadera y profunda cuando la encuentra. Por eso se enfrenta con estas palabras tan consoladoras a aquellos fariseos que se extrañaban de que el Maestro se sentara a la mesa con los pecadores. No sabían aquellos hombres que Cristo había venido a salvar precisamente a aquellos que ellos despreciaban y, más aún, ignoraban los fariseos que tal vez era más fácil sacar del abismo del mal a personas que se aceptaban pecadoras que a ellos mismos que se consideraban justos.
Autor: P. Juan J. Ferrán.

martes, 20 de septiembre de 2011

¿Qué hacer cuando Dios calla?

¿Qué hacer cuando Dios calla?
Aunque Dios calle y permanezca oculto, en el fondo del corazón percibimos su presencia, quien nos ama no nos abandona.
¿Por qué Dios está oculto? ¿Por qué, luego de encontrarlo, se esconde? ¿Por qué es tan difícil entenderle? ¿Por qué calla? ¿Por qué no siempre responde? ¿No le importan mis problemas? ¿Es que no me ama? ¿Se ha olvidado de mí?

Hay momentos en la vida en que gritamos a Dios como el salmista:

Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
A pesar de mis gritos mi oración no te alcanza.
Dios mío, de día te grito, y no respondes;
De noche, y no me haces caso...
(Sal 22 (21))

¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor?
¡Levántate, no nos rechaces para siempre!
¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra miseria y opresión?
(Sal 44)

Cuando Dios calla nos sentimos perdidos

El silencio de una persona amada es doloroso. Se percibe como ausencia, vacío, desinterés, soledad... El silencio del otro provoca inseguridad y puede ser el origen de resentimientos y desconfianza.

Por eso el silencio de Dios es terriblemente doloroso. Jesucristo también lo padeció en la cruz, se sintió abandonado por el Padre. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34b)

Sabemos que Dios salió de su eterno silencio, reveló su secreto, desveló su misterio en la Palabra: Jesucristo. Y que Cristo está vivo. Lo sabemos, pero eso no quita su misterioso silencio.

Pero percibimos su presencia

Creo que todos hemos experimentado la pérdida de un ser querido. Cuando muere alguien a quien amamos, tenemos la impresión de que no ha muerto del todo. Sabemos que, de alguna manera, está vivo. Nuestro corazón guarda la seguridad, o al menos la esperanza, de que esa persona a la que amamos sigue existiendo y está presente en nuestra vida, aunque de manera diferente. Lo experimentamos así, porque la memoria del amor nos fortalece la seguridad de que quien nos ama no nos abandona.

Aunque Dios calle y permanezca oculto, casi como si estuviera muerto, en el fondo del corazón percibimos su presencia. Esta percepción interior crece a medida que se desarrolla en nosotros la semilla de las virtudes teologales. La experiencia nos va demostrando el amor que Dios nos tiene. La memoria iluminada por la fe nos ayuda a recordarlo. Y así, progresivamente, nos va invadiendo la confianza de que Dios está presente. Poco a poco la gracia de Dios va trabajando en nosotros y de esa manera en el fondo de nosotros mismos crece y se va fortaleciendo una percepción interior de la que el corazón está seguro y que, gracias a la fe, se convierte en certeza: Aunque no lo vea, aunque no lo sienta, Él está aquí, conmigo, y me ama.

Lecciones aprendidas ante el silencio de Dios

En mi vida he aprendido tres lecciones ante los silencios de Dios:

1. Que no debo perder la paz interior, aunque sufra lo indecible. Se vale quejarse, pero sin perder la paz interior. Esta es la gran lección del salmista.

Dios mío, de día clamo, y no respondes,
también de noche, no hay silencio para mí.
¡Mas tú eres el Santo,
que moras en las laudes de Israel!

En ti esperaron nuestros padres,
esperaron y tú los liberaste;
a ti clamaron, y salieron salvos,
en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos
(Sal 22(21), 2-6)

El Salmo 22 (21) nos enseña que no hay que desesperar, no hay que rebelarse contra Dios. Cuando Dios calla es tiempo de más oración, de súplica humilde y confiada.

Sí, tú del vientre me sacaste,
me diste confianza a los pechos de mi madre;
a ti fui entregado cuando salí del seno,
desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios.

¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca,no hay para mí socorro!
(Sal 22(21), 10-12)

Si Dios calla en tu vida, te recomiendo que pronuncies pausadamente, con plena conciencia, en actitud abierta y confiada, el Salmo 22.


2. Que debo aceptar mis límites y tener confianza. En la comunicación, el silencio tiene un significado. Y si el silencio viene de Dios puedo tener la certeza de que no puede ser más que un gesto de amor, algo que Él me ofrece para mi bien. En Dios el silencio no puede significar rechazo o desinterés, simplemente Dios no puede hacerme una cosa así.

El silencio de Dios se convierte para mí en un reclamo para que yo guarde silencio, que acepte que hay algo de Dios que no alcanzo a comprender y que aprenda a escucharlo y acoger su voluntad con plena confianza en la Providencia.

Job nos da lecciones estupendas. Él llegó a aceptar que no alcanzaba a comprender muchas cosas que le sucedían y que debía abrazar el Plan de Dios, renunciando a su propia lógica.

Sé que eres todopoderoso:

ningún proyecto te es irrealizable.

Era yo el que empañaba el Consejo

con razones sin sentido.

Sí, he hablado de grandezas que no entiendo,

de maravillas que me superan y que ignoro.
(Job 42, 2-3)

Y después del silencio de Dios, Job alcanzó el culmen de su relación filial con Dios, hizo experiencia personal de la bondad y del amor de Dios aún en medio del misterio: “Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5)

Esto me hace pensar en lo injustos que somos a veces con Dios: nos quejamos de que nos deja huérfanos cuando somos nosotros los que tantas veces nos comportamos como huérfanos, y Él, nuestro Padre y Hermano querido, allí está esperando pacientemente en silencio en el Sagrario, en nuestro corazón, en el prójimo, en todas partes...


3. Que debo perseverar en oración (cf. Mt 26, 41; cf 1 Tes 5, 17) y ser como el amigo inoportuno que llama a la puerta hasta que abre (cf Lc 18,1-8), con la certeza de que mi Padre me escuchará:

Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan! (Lc 11, 9-13)

Tarde o temprano escucharás tu nombre

Cuando Dios calla es tiempo de fe y libertad.

El silencio de Dios, no a pesar, sino precisamente por su complejidad y ambivalencia, es el espacio en el que se juega la libertad y la dignidad del hombre frente al tiempo y frente al Eterno (...), los tiempos de silencio de Dios son los tiempos de la libertad humana. (Bruno Forte)

Libertad para saber esperar, para optar por el amor sin condiciones. Cuando Dios calla, nos enseña a amar.

El silencio de Dios no es ausencia, es otra forma de estar presente, un lenguaje diferente. Lo que pasa es que somos impacientes y queremos respuestas inmediatas y siempre a nuestro estilo. Algo importante en el amor es aceptar al otro como es. También Dios merece este trato.

Cuando Dios calla es sábado santo. Tarde o temprano (tal vez hasta el día de nuestra muerte), escucharemos la voz tan esperada que nos llama por nuestro nombre, como aquél: “María” (Jn 20,16) de Cristo Resucitado.


De todos modos, la pregunta permanece abierta: ¿Por qué Dios calla?

Pregúntaselo tú mismo y espera con paciencia su respuesta.

Autor: P Evaristo Sada LC.
Este artículo se puede reproducir sin fines comerciales y citando siempre la fuente www.la-oracion

lunes, 19 de septiembre de 2011

Tras la tormenta

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. Necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Las nubes llegan. El viento se desata. Llueve. Rayos y truenos iluminan, frenéticamente, el paisaje.

En el mar, miedo ante las olas. En tierra, angustia por lo que pueda suceder a los navegantes.

El viento cambia de dirección. La lluvia amaina. El mar comienza a serenarse. La tormenta pasa.

En la vida llegan momentos duros, de tormenta. Las situaciones se precipitan. La angustia invade el alma. Sentimos miedo.

Luego, como por un extraño milagro, las cosas vuelve a ocupar su sitio. La vista y la mente recuperan la serenidad. La prueba ha pasado.

La experiencia nos recuerda que no todo está arreglado. Hay tormentas que dejan daños íntimos, heridas que han de ser curadas. Además, tras las zozobras del hoy son casi seguras las que llegarán en unos días, o quizá incluso mañana.

Pero los momentos de bonanza permiten recuperar energías. Nos preparamos para la siguiente prueba, consolamos el alma con la dicha de estos instantes de paz, de armonía, de belleza.

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. En la marcha humana, necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Miramos al cielo. Brillan luces bellas. También en el mundo del espíritu contamos con faros maravillosos que iluminan, que confortan. Existen estrellas para el alma.

“La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 49).

Tras la tormenta, recogemos fuerzas. Mañana, con la ayuda de Dios, desde la compañía de la Virgen, de los santos, y de tantos corazones buenos, iniciará una nueva travesía. En el horizonte brillará, como señal de esperanza, de alegría, un sol recién nacido. Su luz iluminará ese camino que nos acerca al hogar, a la patria, a la casa del Padre que ama y espera a cada uno de sus hijos.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
Las nubes llegan. El viento se desata. Llueve. Rayos y truenos iluminan, frenéticamente, el paisaje.

En el mar, miedo ante las olas. En tierra, angustia por lo que pueda suceder a los navegantes.

El viento cambia de dirección. La lluvia amaina. El mar comienza a serenarse. La tormenta pasa.

En la vida llegan momentos duros, de tormenta. Las situaciones se precipitan. La angustia invade el alma. Sentimos miedo.

Luego, como por un extraño milagro, las cosas vuelve a ocupar su sitio. La vista y la mente recuperan la serenidad. La prueba ha pasado.

La experiencia nos recuerda que no todo está arreglado. Hay tormentas que dejan daños íntimos, heridas que han de ser curadas. Además, tras las zozobras del hoy son casi seguras las que llegarán en unos días, o quizá incluso mañana.

Pero los momentos de bonanza permiten recuperar energías. Nos preparamos para la siguiente prueba, consolamos el alma con la dicha de estos instantes de paz, de armonía, de belleza.

En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. En la marcha humana, necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

Miramos al cielo. Brillan luces bellas. También en el mundo del espíritu contamos con faros maravillosos que iluminan, que confortan. Existen estrellas para el alma.

“La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 49).

Tras la tormenta, recogemos fuerzas. Mañana, con la ayuda de Dios, desde la compañía de la Virgen, de los santos, y de tantos corazones buenos, iniciará una nueva travesía. En el horizonte brillará, como señal de esperanza, de alegría, un sol recién nacido. Su luz iluminará ese camino que nos acerca al hogar, a la patria, a la casa del Padre que ama y espera a cada uno de sus hijos.
Autor: P. Fernando Pascual LC.
En nuestro camino hacia Dios, se suceden tormentas y bonanza, inquietudes y consuelos. Necesitamos momentos de reposo, de aire fresco, de esperanza.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Pequeña y aparentemente inofensiva serpiente...

Ya enroscada y anidada en nuestro corazón, llenará de amargura y angustia nuestro diario vivir.
Fue en los albores de la Humanidad. Eran dos hermanos. Uno era pastor y tenía ovejas y corderos , el otro cultivaba la tierra. El labrador ofrecía al Señor dones de los frutos de su campo, el pastor ofrecía las primicias y la grasa de las ovejas. Eran dos hermanos, se llamaban Caín y Abel. A los ojos del Señor fue más grata la ofrenda de Abel y Caín se enfureció. Fue en ese momento que su alma supo del resquemor, del sentimiento nefasto de la envidia. Y tuvo envidia, porque no es lo mismo SENTIR QUE CONSENTIR. Dejó que la envidia como serpiente maligna se enroscara en su corazón y lo mordiera.

La ponzoña de la envidia es mortal. La dejó crecer en el interior de su pecho y cual si tuviera lava ardiendo en sus venas que quemara sus entrañas, le dijo a su hermano: - " Vamos al campo". Y cuando salieron al campo, Caín mató a su hermano Abel. Era su propia sangre, era su hermano. Fue el primer crimen. La primera sangre derramada no fue de enemigos ni de extraños, fue de hermanos. Fue el primer fratricidio. La envidia borró todo vestigio de amor, toda ternura y dio paso a un odio casi irracional, furia vesánica que lo llevó a cometer tan horrible crimen.


Han pasado muchos siglos. Ya estamos en el siglo XXI y la sangre de Abel sigue manchando las manos de Caín. Seguimos viendo como, quizá ahora más que nunca, los hermanos se matan y las madres matan a sus hijos.

Esos terroristas, Caines del tiempo moderno, siguen llevando la serpiente del mal en su corazón y ponen bombas que desgarran la carne de sus hermanos, dejándolos sin vida.

Y la envidia, (muy bien representada por cierto, en la fuente central de la Casita del Labrador en Aranjuez, España, en un busto de mármol con su laberinto de serpientes enroscadas que salen de su cabeza para bajar al pecho y morderle el corazón) sigue siendo uno de los pecados capitales más terribles - que quizá olvidamos confesar - y que si se apodera de nuestra vida nos hará conocer el peor de los infiernos.

Al menor indicio de este sentimiento, la serpiente despierta, nos aprieta el alma y nos muerde el corazón. Hay que luchar contra este pecado, contra este vicio de las almas pequeñas y viles.

Y contra este mal que tanto corrompe el corazón y que hace que nuestra vida se torne un suplicio, solo hay una cosa, algo que puede someter, dominar en un principio y desterrar, arrojar de nuestra alma después y para siempre ese sentimiento torturante y maligno: ese algo es el AMOR.

Nos falta amor a nuestros semejantes. "Amad a vuestros enemigos"- nos dice Cristo, pero ni siquiera a nuestros amigos les tenemos amor de verdad. Y eso es porque hay rencor y envidia en las familias, entre los hermanos, entre vecinos, entre países...porque el amor es poco y la envidia muy grande.

Pongamos gran cuidado en no dejar crecer esa pequeña y aparentemente inofensiva serpiente, porque ya enroscada y anidada en nuestro corazón, llenará de amargura y angustia nuestro diario vivir.

Amar es el único antídoto para este veneno mortal de la envidia. Siempre que actuemos hacia otra persona o hablemos de ella, sea quién sea, ahogaremos nuestra inclinación natural de envidia y pongamos en nuestra lengua y en nuestro corazón el gran contrapeso del amor.
Autor: Ma. Esther de Ariño

sábado, 17 de septiembre de 2011

María es una peregrina en la fe

Cuando uno hace un viaje le gusta tener una idea clara de todo el itinerario. A nadie le gusta aventurarse para ver que sale.

Un viajero del tiempo de Jesús que visitaba las pirámides no las encontraba en mejores condiciones que lo hace un turista moderno, pues las pirámides fueron las reliquias de dinastías 3.000 años anteriores a Cristo. No es muy probable que María y José ni siquiera las hayan visto, pues seguramente huyeron a Alejandría donde ya había una gran comunidad judía desde hacía años.

Parece ser que Dios Padre no quería que María echara raíces en ninguna parte. Le hubiera haber gustado dar a luz en Nazaret donde estaba su familia y la de José, pero la Providencia quería que fuese en Belén. Parece ser que consiguieron una casa en Belén porque los Magos “entraron en la casa.” Además Herodes iba a mandar matar a todos los niños de 2 años para abajo, lo que nos da a entender que ya habían pasado 1 o 2 años en Belén. Pronto tendrían que trasladarse a otro sitio. María es una peregrina en la fe al estilo de Abraham que iba a donde Dios le iba indicando.

Cuando uno hace un viaje le gusta tener una idea clara de todo el itinerario. A nadie le gusta aventurarse para ver “que sale.” María se convierte de repente en una refugiada en tierra extranjera. Dijimos antes que ella se identificaba totalmente con su pueblo, el pueblo de Dios. El tener que ir a Egipto tenía su elemento de humillación porque era precisamente del Egipto que Dios había librado a su pueblo.

La Virgen de Nazaret llevaba una espada clavada en su corazón: el recuerdo de la matanza de los bebés de sus amigas en Belén. Como en todos los pueblos pequeños todo el mundo se conoce y especialmente las mamás más jóvenes. Conocía muy bien a todos los recién nacidos. María llevaba en su mente las imágenes de unos 20 ó 30 niños pasados a cuchillo por los soldados herodianos.

El sentir que uno es responsable del sufrimiento ajeno es un dolor muy grande. Pensemos en un chofer de camión que causa un accidente y mata a muchas personas. María de alguna manera se siente la causa de la muerte de los bebés de sus amigas porque murieron por razón de la envidia del rey hacia su Hijo. Su sufrimiento moral seguramente fue inmenso y le quitó muchas noches de sueño. De nuevo ella se refugiaba en la bondad de Dios que no deja de hacerse solidario con el hombre.
Autor: P Fintan Kelly.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Las espinas dan rosas

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré.

El hábito de mirar el mejor lado de las cosas es una clave para ser feliz. Claro que hay sombras, pero también hay sol. Claro que hay problemas en la vida, pero también hay soluciones.

Todas las cosas tienen el lado bueno y el lado menos bueno. Algunos se empeñan en ver sólo el lado malo, y se amargan la existencia. Otros, en cambio, buscan en todas las cosas el lado bueno, y son felices. “Los tallos de rosa tienen espinas”, dicen los pesimistas. Pero los optimistas responden: "Las espinas producen rosas”.

La vida es un rosal que produce espinas y rosas. Debo cuidarme de no clavarme las espinas, pero no siempre lo conseguiré. Algunas espinas se me clavarán en el alma. Pero eso no me impedirá disfrutar de las maravillosas rosas que produce el rosal.

Una vez que perdemos el ánimo, perdemos un cierto número de días de nuestra vida. El que nos desanima, nos hace un daño total, y, si somos nosotros mismos, nos convertimos en nuestros peores enemigos.

Todo se puede remediar, mientras dura la vida. El ser más animoso de todos es Dios, que logra continuamente cambios de pecadores empedernidos en santos de altar. Él sabe que se puede; que hoy pueden estar las cosas negras, pero mañana pueden amanecer blancas. ¡Qué fácilmente nos damos por vencidos! Cada día más. El colmo del desaliento es la desesperación total, el darse un tiro en la sien, colgarse de una cuerda. Suicidarse, de la forma que sea, significa que no queda ni rastro de esperanza.

No todos llegan al suicidio, pero se pueden acercar peligrosamente. Y los problemas, ¿qué? Los problemas están ahí, pero yo estoy aquí, y no me dejo apabullar, porque sé que cada problema tiene por lo menos una solución. Sé que la actitud frente a un problema, la forma de reaccionar frente al mismo es mil veces más importante que el problema mismo. Hasta se podría decir: ¡Felicidades, tienes un problema!

Si puedo amar a Dios y a mis hermanos; si puedo realizar grandes cosas para mejorar el mundo; si puedo hacer felices a los demás y a mí mismo vale la pena vivir, aunque me clave alguna espina de dolor en el trayecto. Mas aún, las espinas pueden convertirse en rosas: Los sufrimientos de la vida, llevados por amor, se convierten en las rosas más bellas.
Autor: P. Mariano de Blas LC.

jueves, 15 de septiembre de 2011

María, la Virgen dolorosa

Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!
El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.
Autor: P. Marcelino de Andrés.