"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 17 de junio de 2011

Resurrección

No se puede dudar de que el hombre es un luchador nato. A lo largo de la historia de la humanidad, diferentes retos han sido conquistados por el hombre, que utilizando su inteligencia y su voluntad, ha llegado a cumbres impensables. Sin embargo, todo ser humano, en un momento concreto de su vida, ha tenido que librar una batalla cuyo desenlace es la derrota: ni su inteligencia ni su voluntad son capaces de superar a un enemigo como es la muerte.

Por eso, ante la muerte, el ser humano siempre ha enmudecido. La muerte es la expresión máxima de la impotencia última del hombre y de su falta de dominio de la naturaleza, de sus fuerzas, y de las leyes constantes del crecer, del envejecer y del morir.

Ante esto, el grito de la Iglesia ¡”Ha resucitado”! ¡”Jesús vive”!, es un grito que no solamente llega a unos pocos católicos de comunidades concretas, sino que sobrepasa fronteras, llegando a toda la humanidad, porque es una buena noticia que beneficia a todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos: es proclamar que la muerte ha sido vencida. La “hermana muerte”, como la llamaba San Francisco.

El primitivo anuncio de la Iglesia, en boca de San Pedro, primer Papa, fue el siguiente: “Jesús vive y es el Señor”, el Señor de la vida y también de la muerte. Sí, tiene dominio sobre la muerte: pero Dios no ha querido dejarnos una evidencia, porque la tarea de experimentar la resurrección de Jesús, es una experiencia personal, igual que les ocurrió a los discípulos: fueron a ver el sepulcro y estaba vacío, sin centinelas, con la piedra movida, con el sudario bien colocado en su sitio, solo quedaban indicios de Jesús. Pero sobre todo, tras las apariciones, les queda la certeza de que algo realmente extraordinario ha ocurrido. Y eso es algo que cada uno de nosotros tenemos que revivir y gozar.

Sólo aquél que desea buscar esos signos de Jesús resucitado todavía presente en su Iglesia, esa vitalidad de una Iglesia que después de dos mil años ha sabido afrontar persecuciones externas e internas, que ha sido capaz de vivir constantemente con renovada ilusión la frescura del mensaje evangélico, ésos millones de hombres y mujeres que han encarnado unos valores aparentemente imposibles de vivir, siguen diciéndonos que Jesús vive y es el Señor. Es el Señor de nuestros miedos, de nuestras limitaciones, porque verdaderamente, aquel que le permita ser su Señor, conseguirá que sea algún día el Señor de su propia muerte.

Por eso, éste es el día más importante de todo el año. Ésta es la fiesta que conmemora y actualiza el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad: la muerte ha sido vencida. Más allá de los mitos, de las leyendas, de los cuentos infantiles que nos hacen soñar con imposibles, Cristo transciende todo eso. No fue un pensador más, ni un líder carismático, ni un fundador de una religión más, es el único ser humano, junto con su madre María, que ha vencido a la muerte, y que nos ofrece para aquél que tenga la humildad de querer aceptar su resurrección, la victoria sobre nuestra propia muerte.

Si aceptáramos cada uno personalmente la resurrección del Señor, y tomáramos debida cuenta de qué consecuencias tiene para nuestra vida, especialmente para nuestros miedos y soledades, para nuestras añoranzas de seres queridos, para nuestros deseos de ilusión y de esperanza, la fiesta de hoy, sería la fiesta definitiva, la fiesta de la verdad suprema del hombre: siendo un luchador nato, puede vencer por la fuerza de la resurrección a ese enemigo tan poderoso que es la muerte.

Cristo ha resucitado. ¿Hasta qué punto yo hago cierta esa experiencia en mi vida? Me puedo preguntar si he tenido una experiencia real de Jesús vivo, Jesús vivo en su Iglesia, Jesús vivo en la Eucaristía, en aquellos que se entregan diariamente a los más sencillos y a los más necesitados, y sobre todo de Jesús vivo en mi corazón, que me hace vivir la experiencia de la “novedad”, esa novedad, ese estreno de vida que cada uno de nosotros deseamos continuamente. Hay que pedirle al Señor que nos conceda la vida nueva en el Resucitado, que sepamos pensar en los bienes de arriba, en los bienes de Cristo, porque ésa es nuestra meta, la patria y el futuro de la humanidad: la verdadera resurrección de la carne, no solamente la permanencia del espíritu en la transcendencia o en otra nueva dimensión, sino que además también, nuestra carne algún día volverá a la vida, igual que la de Cristo.

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